sábado, enero 02, 2016

Cuando los libros se van

















Nomás un puño de tierra, eso dice una canción al referirse a lo que nos llevamos tras la muerte: nomás un puño de tierra y a veces ni eso cuando optamos —o cuando nuestros familiares optan— por la cremación. Todo lo que poseemos, entonces, lo mucho o lo poco que poseemos, se queda aquí, en este valle de lágrimas en el que sólo respiramos un ratito.
Ante lo brutal de ese destino pleno de desposesión, ante el “no-ser” que decía Lezama Lima, suele no quedarnos más que pensar en lo que hemos acumulado, sea poco o sea mucho, y elegir en qué manos terminará. Por lo general, quienes se han preocupado mucho por tener saben a dónde irán a parar sus tesoros luego de la muerte: la esposa, los hijos, el pariente más cercano se quedan con la herencia, con las casas, los vehículos, las joyas, el dinero y todo lo que guarde algún valor visible, indiscutible.
¿Pero qué pasa si el futuro muertito ha sido un acumulador de libros y no de otros objetos fácilmente intercambiables en el mercado? Sabido es que quien abraza el vicio de los libros no toma las providencias necesarias para heredarlos; sabe qué hacer con sus otras posesiones, si es que las tiene, pero no con los libros. Algo extraño ocurre en estos casos: los libros son acaso percibidos como imperecederos y las bibliotecas como entes ajenos a la dispersión, a la pulverización. Si durante treinta, cuarenta o más años descansaron en una estantería, no hay razón para pensar en el término de su vida en comunidad, es decir, en el fin de su existencia como biblioteca personal.
Lamentablemente, el tiempo, esa sustancia invisible que siempre es cruel con el hombre, también lo es con las bibliotecas personales. Más de una numerosa, bien armada, sólida, llena de títulos fascinantes y lujosos, ha terminado convertida en nada, dispersa, diluida en librerías de viejo tras la muerte de su dueño. Lo digo por experiencia. Pertenezco a una generación que comenzó a comprar libros hacia la década de los ochenta. Además de los nuevos que adquirí desde las primeras épocas del intruso celofán, compré, y sigo comprando, en librerías de viejo. Allí he hallado joyas, libros que de otra manera jamás hubieran llegado a mis manos. Pues bien, no ha sido infrecuente que en esos espacios aparezcan títulos antes pertenecientes a bibliotecas bien armadas. Lo sé porque ostentan firmas, sellos de goma o ex libris de escritores y periodistas de mi región.
¿Y qué pasó, por qué llegaron esos libros hasta allí? Es fácil conjeturarlo. Al morir, los familiares quizá supieron qué hacer con el dinero y otros bienes heredados por el desaparecido, pero no con sus libros. Resolvieron entonces por el camino fácil: vender en las librerías de segunda mano, tal vez en bulto, indiscriminadamente, bibliotecas enteras. Luego, como pirañas, a granel, hemos ido apareciendo los compradores y nos hemos llevado por separado los libros que antes estaban juntos y formaban una biblioteca.
Mi amigo argentino David Lagmanovich tomó providencias. Murió en 2010, había nacido en 1927, y antes de llegar a los ochenta organizó y catalogó su enorme biblioteca y mediante convenio la donó a un centro cultural de San Miguel de Tucumán, en el noroeste argentino. Esa biblioteca siga en pie, reunida en un solo espacio y es útil para quienes desean consultarla.
Por más que el futuro se pinte como sólo digital, es pertinente que los dueños de bibliotecas sepan que la vida sí se acaba y que sus libros pueden quedar en buenas manos, salvados de la despiadada venta. Organizarlas y donarlas con cuidado puede ser quizá su último acto de amor por los libros, los (sus) queridos libros arracimados en una biblioteca personal.