sábado, junio 06, 2015

Ulanovsky en la gran Tenochtitlan




















—¿Usted es Ulanovsky? —pregunté al hombre que había llegado a sentarse casi junto a mí en el auditorio del pabellón argentino dispuesto en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2014.
Faltaban todavía unos minutos para que comenzara la siguiente actividad organizada en el espacio usado por la comitiva Argentina, país invitado. Se trataba de una mesa compartida entre ciudadanos argenmex, argentinos que en los setenta habían llegado a México con sus padres exiliados, todos arrojados por el terrorismo de estado que echaron a andar, primero, la triple A y luego los milicos que autodenominaron su política de exterminio como “Proceso de Reorganización Nacional”. Los jóvenes —todavía jóvenes— que participarían eran Franco Vitali, Liza Casullo, Natalia Calcagno y Julieta Ulanovsky. Antes de saber que su hija estaría allí, trabé diálogo con Carlos Ulanovsky (Buenos Aires, 1943). Se sorprendió un poco de que alguien con acento mexicano lo reconociera. Para mí no fue tan difícil saber que él era él, pues en más de una ocasión oí sus programas de radio y dado que para hacerlo recurrí a internet, en la web pude ver su foto.
Mi idea era simple e impertinente. Pensé: “Es Ulanovsky, lo saludaré para ver si por su intermediación puedo hacer llegar uno de mis libros a Dolina”. Pregunté entonces: “¿Usted es Ulanovsky?”, y él afirmó que sí, que sí era, con una media sonrisa algo desconcertada. Le expliqué lo de la radio y noté que se sorprendía más. Luego, le pregunté que si de alguna manera Dolina le quedaba cerca. Me dijo que sí, que en ocasiones coincidía con él y tenían amigos comunes. Entonces le pedí el favor: “Lo que pasa es que hace poco publiqué un librito de cuentos y uno de los relatos se lo dediqué. Me gustaría hacerle llegar un ejemplar. ¿Hay manera de que pueda ayudarme? No se sienta comprometido si esto es muy complicado”. Ulanovsky entendió de inmediato la situación. Saqué el libro de mi mochila, lo dediqué a mano con mi pluma (birome, dirían los argentinos, en homenaje a Ladislao Biro, inventor de la esferográfica o bolígrafo) y se lo di. Al ver su portada, Ulanovsky reviró: “¿Y no tendrás otro para mí?”. Claro, le dije sorprendido, pues no pensé que le fuera a interesar mi narrativa sobre futbol. Saqué otro ejemplar, se lo dediqué y pensé que allí terminaba todo, pero no. Ulanovsky abrió su mochila y sacó un libro, lo dedicó y me lo dio. Se trataba de Seamos felices mientras estamos aquí, crónicas del exilio (Debolsillo, 2011). La dedicatoria era un aviso del contenido: “Para Jaime Muñoz, con sincero afecto argenmex. Carlos Ula, en la FIL, 4/12/2014”. Le prometí que lo leería con gusto y allí nos despedimos por el momento.
¿Por qué había escrito la palabra “argenmex”? Pensé que era un gesto de cordialidad binacional, pero pronto entendí que se trataba de algo más que eso. Cuando hablaron los hijos de los exiliados argentinos en México y tocó el turno a Julieta, supe lo que no sabía y de golpe quedé maravillado: Ulanovsky, el periodista e historiador Ulanovsky, había vivido seis años, su exilio, en la capital de nuestro país, y la larga crónica del libro que me obsequió era el testimonio de su paso por suelo azteca. Gracias luego a las palabras en la mesa redonda de Julieta, la hija del periodista, entendí que esos jóvenes habían pasado los primeros años de su vida entre nosotros, y que lejos de olvidarla, tal experiencia se había convertido en un poderoso dinamo de su nostalgia. Amaban a México, lo recordaban como la patria en la que abrieron sus ojos y sus oídos a la vida, y la vuelta con sus padres a la Argentina, luego de la salvaje noche dictatorial, no sólo no borró ese pasado mexicano, sino que lo amacizó hasta convertirlo en una querencia firme y bien bruñida por el recuerdo.
Cinco meses después de haberla recibido, en mayo pasado, leí la crónica de Ulanovsky con una mezcla de pasmo y alegría. Pasmo porque comprobé que el periodista repasó, casi como en una bitácora, uno por uno, los rasgos más salientes de la cultura mexicana, sus numerosos defectos y, acaso, sus más numerosas virtudes; y alegría porque —no sé la razón— me iba contentando al enterarme de que, pese a todo, mis paisanos no fueron tan malos anfitriones de los Ulanovsky y tal vez de muchos otros argentinos que llegaron luego de pasarla mal con el miedo y que la iban a pasar peor si allá hubieran permanecido.
Esta crónica del exilio tiene una estructura peculiar. Está conformada por 26 trancos, cada uno de ellos articulado en dos partes: la primera, escrita en 1982 todavía en el DF, y la segunda, escrita en 2001 —un año también traumático por razones principalmente económicas y políticas— ya en Buenos Aires. La primera parte de cada sección, digamos, es una crónica de lo (casi) inmediato, pues Ulanovsky describe aquello que ha ocurrido y sigue ocurriendo con él y su familia en la capital de México y otros puntos relativamente próximos, como Acapulco; las segundas partes —que en este caso sí son buenas— tienen una textura de memoria, de recuento, de balance sobre los años de radicación mexicana a la luz de un presente ubicado casi veinte años después.
Ante una realidad tan estimulante y barroca como la nuestra, y ante la enorme cantidad de preguntas que se hace el exiliado, Ulanovsky ha procedido con gran orden, un orden que impide el congestionamiento de la información. Así, hace recortes temáticos que posibilitan una lectura más ágil y comprensible en todo sentido. Los títulos de cada apartado ayudan también a esta claridad. Por ejemplo, el primero, “Varias vueltas posibles”, describe la persistencia de la idea del regreso y la dificultad que implicó el definitivo, cuando al volver la democracia al país de origen se abrió la posibilidad de abandonar el ajeno y concluir el exilio. Ya con una posición de periodista ganada con dificultad, Ulanovsky relata que tampoco fue fácil volver, a lo que se sumaba el hecho cierto de que en la Argentina se encontraría con otro difícil recomienzo.
Inmediatamente, en el segmento 2, “La artesanía”, el periodista explica la razón del título general del libro: es la frase ingenua, incluso mal redactada, inscrita en una modesta artesanía mexicana que se convirtió para él y su familia en una divisa de resistencia frente a la pesadumbre de la lejanía y el permanente desconcierto de no saber si la decisión del exilio había sido la mejor.
Más allá de hacer una crónica sobre la crónica, se puede ver de manera amplia que el relato de Ulanovsky es un engarzamiento de preguntas, de dudas, de vacilaciones, es cierto, pero también de certezas. El cronista mira su experiencia, como es lógico, atravesado por sentimientos polares: por un lado la aceptación, la terrible aceptación del miedo que lo obligó a salir y la culpa de saber que allá, en la Argentina, quedaba una realidad atroz como flagelo de la patria; y por otro, la gradual felicidad de haber encontrado en México un país hospitalario, lleno de oportunidades, relativamente pacífico y estable y en gran medida pintoresco hasta en sus errores.
Seamos felices mientras estemos aquí, el libro más argenmex que he leído en mi vida, es un honesto homenaje a México y es más que eso: una declaración de amor a dos realidades: una, la que recibió a Carlos Ulanovsky y su familia en el exilio; y otra, la realidad argentina que vio pasar una noche sangrientamente oscura de seis años y que hoy, pese a los descalabros, sigue mirando hacia el futuro, un futuro que de 1977 a 1983 Ulanovsky —"periodista e hincha de Racing", como dice en su espectacular página web— imaginaba preocupado y nostálgico desde un departamento del DF y frente a una flor de yeso artesanal.