sábado, abril 12, 2014

Mejor de lejitos




















Álvaro Uribe (México, 1953) tiene un relato espléndido en el que narra su encuentro con Cortázar. Está en el libro Cuadrángulo (Aldus, Conaculta, colección La Centena, México, 2001), y lleva por título “Es fama que el cronopio murió”. De hecho, uno tiene que cuidarse de no llamarlo cuento tan a la primera, pues más bien parece una crónica sobre la admiración de Uribe al autor de Rayuela. Por lo anómalo, su final es hilarante, un final cortazareano a un cuento sobre Cortázar.
Deliciosamente escrito (me impresiona siempre la adjetivación de Uribe), describe en primera persona las estancias del personaje-narrador en París, cómo a los 18 años lee por primera vez a Cortázar y cómo queda flechado para siempre sobre todo por Rayuela y 62 modelo para armar. Así hasta llegar a un momento crucial, a medio cuento-crónica: el primer encuentro con el maestro. Poco antes de darse, el personaje-narrador declara: “Nunca hasta entonces me había interesado tratar en persona a mis escritores tutelares. Muchos compañeros de mi edad compartían esa reticencia. Casi todos temían decepcionarse: temían que el individuo de carne y hueso fuera menos atractivo que sus libros. A mí en cambio me aterraba decepcionar”.
Poco más adelante comparte pues una comida con Cortázar y un amigo común. Es un fracaso, siente que dice un par de imprudencias que ni la exquisita educación del argentino podía perdonar, y concluye sobre aquel encuentro: “Yo en su lugar [en lugar de Cortázar] habría reflexionado que hay algo de cierto en la perogrullada de que no vale la pena conocer a los escritores, pero que en muchos casos puede valer aún menos la pena conocer a los lectores. Sería sin embargo arrogante suponer que el encuentro conmigo le sugirió siquiera esa pobre reflexión. Es más sensato creer que olvidó el incidente a los pocos minutos y que nunca volvió a pensar en el prescindible mexicanito que deliberada o torpemente lo había importunado”.
Este comentario me lleva a pensar en la inquietud que seguido experimentan muchos lectores: conocer a sus escritores favoritos, una inquietud que puede llegar a ser patológica cuando se trata de escritores que desean conocer a sus “escritores tutelares”. Esto, sin embargo, es normal. ¿Quién no desea saludar de mano al tótem del oficio que más le apasiona? ¿Quién no anhela un autógrafo, una foto, una prenda puesta a la venta en Sotheby’s o casas por el estilo? Pienso por ejemplo en lo que daría un admirador de Marlon Brando por el moño que usaba para personificar a don Corleone, o en lo que costaría, si lo vendieran, el balón que entró a la portería impulsado por la mano de dios. Cuando se trata de escritores todavía vivos, muchos admiradores no se contentan con el mero libro y desean conocer al ídolo. Para eso sirven ahora las ferias: los autores de alto prestigio son arreados allí por las editoriales sólo para que la gente sacie un poco su hambre de cercanía. Los escritores jóvenes, sin embargo, suelen buscar algo más: conversar, echar unas copas con el idolazo, y cuando eso se da suele ocurrir que no ocurre nada, salvo, a veces, alguna decepción mutua: el escritor en cierne ve que el maestro es seco, distante, a veces hosco, y el escritor consagrado advierte timidez extrema o ganas de lucirse en el admirador, y suele olvidarlo en el acto. Esto que digo es muy esquemático, por supuesto, pero es lo que más suele pasar, por eso lo consigno.
En lo personal, he trabado muy poco contacto en comidas o cenas con escritores famosos. Lo más que he alcanzado es una breve mesa, en SLP, con Vargas Llosa. No sé si me equivoco al pensar que es preferible el trato con los libros que con sus autores. Esto puede ser explicado con facilidad: a los libros no tenemos para qué serles simpáticos o inteligentes, así que nunca los decepcionaremos. Con comprarlos y leerlos, si antes no nos decepcionan, basta.