miércoles, abril 29, 2009

Virus con música de Tiburón



Luego de la sobredosis de influenzología a la que hemos sido sometidos, cualquier pelagatos es especialista en el tema; por eso, porque sólo sé que no sé nada, mejor me abstengo de opinar sobre el maldito virus marranil que nos está haciendo pensar en el hollywoodesco fin del mundo. Tengo, eso sí, dos opiniones que tal vez puedan ser útiles en estos tiempos bipolares de zozobra ante la contingencia y de alegría por el asueto obligado que nos mantiene secretamente felices en el rascamiento de salva y apestosa sea la parte.
En los días recientes he recibido de todo sobre influenza porcina. Mi bandeja de entrada, como la de cualquiera, es la prueba irrefutable de que se ha creado una sicosis especial en torno a esa cochinada mortífera. Tengo mails científicos y muy confiables, es cierto, pero no falta que lleguen otros jalados de los pelos, como la misteriosa oración milenarista que ayer hizo las delicias de mi volteriano escepticismo. Este problema de salud pública da también para calibrar el estado de tensión que vive actualmente nuestra sociedad, un estado que está en espera de cualquier chispazo para derramarse en rumores que arrastran a su paso con las migajas de tranquilidad que aún nos quedan.
Los medios, es cierto, han informado e informan puntualmente sobre los estragos de la influenza, sobre las medidas del gobierno y sobre las indicaciones para evitar el contagio. Lo malo es que, como pasa sobre todo con la televisión, han espectacularizado sus mensajes, lo que añade desasosiego innecesario en este momento excepcional. Por ejemplo, he visto al menos cuatro programas donde las llamadas “cortinillas” de entrada y salida a comerciales muestran escenas de ciudadanos con tapabocas (el fetiche-símbolo de la crisis), hospitales, funcionarios de salud y, como fondo musical de toda esa capirotada, algo así como la temible parte inicial de la banda sonora compuesta por John Williams para la película Tiburón. Así la comunicación, no es de extrañar que cunda la inquietud entre los ciudadanos que cada vez sienten más cerca las mandíbulas del escualo influenzoso. La calma debe empezar por los medios, y poco abonan (hace mucho que tenía ganas de usar este verbo, “abonar”, pues con él se llenan la boca los políticos de hoy) a la tranquilidad quienes programan imágenes y sonidos de terror para así hacerse de más teleadictos morbosos/temerosos.
Otro detalle que, fuera de guasas, no deja de servir en este extraño instante de la vida nacional, es la noticia sobre el origen del virus. Según los especialistas, la cochinada proviene de granjas porcícolas trasnacionales ubicadas en Perote, Veracruz, de donde se diseminó toda la mecambrea que infecta a inocentes y nos tiene atados a la incertidumbre. Se ha dicho que las condiciones de trabajo con los cerdos no son las más adecuadas, lo que provoca caldos de cultivo ideales para mutaciones y surgimiento de nuevas cepas, todo ante la complaciencia/complicidad de las autoridades sanitarias. Cierto o no en el caso de la actual crisis, la verdad es que una y otra vez, por todos los medios al alcance de los grupos ambientalistas y de los científicos vinculados a la alimentación, se nos ha advertido que las granjas para pollos, vacas, cerdos y otros animales comestibles son laboratorios de la crueldad y campos de experimentación para la obtención de productos dirigidos a un mercado voraz y muy mal educado en materia alimenticia. Tarde o temprano, por esas carambolas de la asombrosa vida microscópica, los malos hábitos gastronómicos tienen un castigo.
Tal vez ese cíclico castigo está amagando por estos días. El mal, como siempre en casos de epidemia, azota a las capas más desfavorecidas. Ojalá esta porquería no dure mucho y, luego de la amenaza bíblica, hallemos una forma de recapacitar, pues detrás de esto también hay cultura y política: las que se necesitan para castigar a muchos porcinos productores de alimentos.