martes, agosto 05, 2008

Lecciones del reino salvaje



Con otras palabras me lo dijo hace tiempo el doctor Corona Páez: la historia del hombre es la historia de la búsqueda de seguridad. Eso les comenté a Mario Gálvez y a Eduardo Holguín mientras dábamos cuenta de unos deliciosos caldos de res en el mercado Juárez, de cuyas fondas ellos son asiduos comensales. Creo que estuvieron de acuerdo. Ilustré la afirmación con una fantasía archirretrospectiva: dentro de la caverna, en las eras de la columna vertebral recién erecta, el jefe de la tribu trataba de explicar a gruñidos que todo estaba bajo control, que no temieran al tigre o al rayo o al guerrero de otro clan que acechaban allá afuera. Su liderazgo se basaba en persuadir a sus seguidores con la palabra, y luego, si la ocasión lo ameritaba, con los hechos que lo distinguieran como guerrero y transmisor de seguridad. Si por alguna razón el tigre o el rayo o el enemigo de otro clan se le imponían, su liderazgo desaparecía al instante, pues no se le podía confiar poder a quien no era capaz de satisfacer la demanda de seguridad. Ese comportamiento es visible todavía entre muchos animales gregarios: el macho dominante goza de varios privilegios siempre y cuando asegure que luchará contra cualquier posible hostilizador de los suyos.
Los tiempos han cambiado muchísimo, la vida se ha tornado más compleja y la división del trabajo ya no obliga a que los mismos líderes del clan sean también guerreros o garantes materiales de seguridad. Su liderazgo, sin embargo, no ha dejado de tener un peso simbólico: son ellos los principales responsables de la tranquilidad social, y al menos deben manifestarse verbal y abiertamente en ese sentido. Si no pasa nada, deben decirlo; si pasa algo, deben ser los primeros en emitir señales de alerta, los gruñidos y los aspavientos que en las especies irracionales significan “escóndanse”, “corran”, “calma”, “ataquen” o algo parecido.
Cuando la voz del líder desaparece, ocurre que la manada se inquieta, se asusta, se desconcierta, y todos al mismo tiempo comienzan a emitir mensajes. Unos dicen que para la izquierda, otros que para la derecha, y otros más que es mejor no moverse, de suerte que no hay nadie a quién creerle; en medio de la alharaca es muy fácil caer en el debilitamiento de la dispersión. Por eso hay ciertas especies (aves, peces) que con señales todavía desconocidas para el hombre se mueven en grupos compactos y con tremenda agilidad y armonía, lo que las protege de depredadores. Los movimientos son seguramente coordinados por un sujeto del conjunto.
Sé que hay ciertos monos, nuestros más cercanos parientes, sin agraviar a los monos, que acostumbran vivir en la parte intermedia de los árboles. El acuerdo es ése, y todos lo acatan, pues de ello depende la supervivencia de la horda. No descansan en la copa del árbol ni en la parte baja por una razón simple: mientras permanezcan a la mitad quedan en posición equidistante de los depredadores terrestres y de los aéreos. Es una manera sencilla de no antojar a las águilas o a los felinos.
La presencia del líder como garante real o simbólico de seguridad, la defensa compacta y armónica del grupo en movimiento defensivo y la colocación prudente frente a los posibles ataques son enseñanzas del reino salvaje que no debemos olvidar. Pero parece que, en general, estos tiempos de amenaza han provocado la contradicción de esos factores: los líderes de la comunidad han desaparecido, o si aparecen dan señales ambiguas, gaseosas, inciertas; por otro lado, la comunidad anda con cada sector (empresarial, comercial, mediático, político, religioso…) por su lado, sin comunicación con el otro, como si en este momento no fuera fundamental la unificación armónica de esfuerzos, lo que lleva al grupo, en general, a no saber en qué lugar del árbol colocarse y a vivir en permanente zozobra. Nota: sigo con estragos de lumbalgia. Una disculpa por mis dos ausencias recientes.