domingo, agosto 26, 2007

Fin de travesía



Ofrezco, de entrada, una disculpa a mis escasos y ya aburridos lectores por haberles infligido una sobredosis de argentinería. Antes de partir me cuestioné la pertinencia de escribir sobre el recorrido, de retratar con siempre apremiadas palabras lo que mis sentidos iban captando, pues cualquier proyecto de crónica queda pobre ante la cantidad de estímulos que lo nuevo pone en el camino; por más que seamos parecidos, por más que el hombre sea en el fondo el mismo en todas artes, hay dislocaciones, descolocamientos, pequeñas y a veces no tan pequeñas diferencias en el hacer cotidiano, en el uso de las palabras, en los gestos, en todo, y eso me animó entonces a dejar los testimonios de estos días, una bitácora arbitraria.
La condición de fuereños muchas veces nos hace ver la nueva realidad con ojos indulgentes: en ningún momento he querido decir que la Argentina es mejor país que el nuestro. Eso no. Ningún país es mejor que el nuestro, ningún país es mejor que ningún otro, y sé que el deber de todo hombre es tratar de mejorar lo que tiene más a la mano y así, por añadidura, ser buen pasajero del planeta. México es, lo digo ya atacado por el síndrome de la canción mixteca, un país que se ha pasado de espléndido, de rico, de creativo, de generoso. Igual la Argentina. Lo malo de los dos, y de muchos otros, es que la riqueza que cruza todos los rincones de estas patrias no parece distribuida con el menor sentido humano.
Así como es rica la comida de acá (esos bifes que son más bien poemas y ese vino que sabe a gloria en cualquier restaurantito de barriada), así como las ofertas culturales son ubicuas, así como hay libros en todas partes, así como abunda la gente culta, así como tienen un futbol de excelente categoría y buenos modales y próceres de infinita grandeza, así como en suma tienen muchísimo qué presumir, los argentinos también padecen una nación invadida de terribles carcomas. El desempleo alcanza cotas que no es necesario buscar en la estadística, pues la calle da las pruebas incontrovertibles de ese lastre: montones de hombres y mujeres con sus hijos convertidos en piltrafas mendigan lo que sea. Los pordioseros, ya irreconocibles como seres humanos de tan aporreados por el flagelo de la desgracia, hurgan en los montones de basura y allí mismo, sobre la bolsa de plástico destripada, toman desechos y los llevan a su boca. Y los artistas callejeros, unos verdaderamente talentosos y otros haciéndose locos o ya locos, qué más da, como el sujeto que toca la flauta sin articular una sola melodía, un viejo seudoindú de la peatonal Lavalle aterido por el rencoroso frío de la madrugada pero tocando su instrumento sin llevar las notas a ningún lado, sin ton ni son, sólo para despertar la piedad o la risa necesariamente siniestra de los caminantes.
México, Coahuila, La Laguna son una maravilla. Tenemos un país querido en Sudamérica, nos reconocen y en general nos tratan bien. Es una lástima no tener nunca las palabras suficientes ni lo suficientemente claras como para transmitir acá lo que somos, lo conmovedor que es dialogar sobre las patrias que nos han visto nacer y que de alguna secreta forma son en realidad hermanas. Sí, los argentinos tienen su orgullo, como nosotros el nuestro, y es justo tenerlo. Pero he notado que ni ellos ni nosotros podemos salir a fanfarronear así nomás, como si fuéramos perfectos, mientras se arrastre por el mundo tanta mierda, mientras los niños nazcan a puños con el destino vedado desde el vientre que los expulsará a la vida para regalarles únicamente el pan de la derrota. No.
Es hora de despedirse de la Argentina, de volver con la frente un poco más marchita a México, y al hacerlo le extiendo un saludo agradecido y al mismo tiempo solidario, con mi fe puesta en que tanto ellos como nosotros, como todos, alcancemos un día a construir un mundo en el cual no triunfe la desdicha. Es imposible, lo sé, pero la Argentina merece que pidamos para ella por sus cientos de hombres y mujeres admirables, pero también por sus muertos, por sus miles de fracasados, porque ningún pueblo merece el dolor como destino último.