jueves, agosto 23, 2007

Contrastes internacionales



Voy a tratar de hacer aprovechable el viaje en términos no sólo literarios. Casi 48 horas después de haber dejado Torreón, estoy en Tucumán, Argentina, eso con una breve estada provisional, de seis horas por lo pronto, en Buenos Aires. Lo más significativo de la primera parte del recorrido lo hallé en el aeropuerto del DF donde tuve que esperar durante medio día la conexión hacia el cono sur. Hago la crónica y a ver si logro transmitir lo que sentí al escuchar las palabras de unas intendentes.
Llegué al aeropuerto del DF, más o menos, a las cuatro de la tarde del domingo. De inmediato se siente que la cosa está agitada de viajeros, pues ya es temporada de regreso luego del paréntesis vacacional. Personas de todas las edades, razas y seguramente credos atiborran los restaurantes, pasillos, salas de espera y tiendas del enorme lugar. No es, como es obvio, pobreza lo que se ve en este sitio; al contrario, pese a lo fachoso de muchos, y por la elegancia de pocos, se nota que lo que sobra es plata. Mucho o poco, eso no se puede saber a simple vista, el poder económico serpentea en el ámbito del aeropuerto, más porque es internacional, y una distancia enorme lo separa de cualquier central camionera a las que estamos habituados.
En ese enjambre busco un espacio con Internet inalámbrico; lo encuentro en un recoveco de la sala 25 de área de vuelos internacionales. Ignoro por qué está despejada y por qué forma una especie de “privada” con butaquería para la espera. Poco después, ya instalado con la computadora en el regazo, lo entiendo: uniformados, en orden, unos veinte elementos de seguridad del aeropuerto, hombres y mujeres, llegan y se acomodan en las últimas las filas de asientos. Llevan en las manos viandas de comida (casera) y refrescos. Comen en silencio, sin alharaca, quizá más por cansancio que por disciplina. Media hora después terminan y se van. Luego llegan otros más y repiten el ritual. Una tercera tanda de trabajadores trae al comedor improvisado a un grupo de mujeres dedicadas a la limpieza. Sé que se dedican a eso por los uniformes toscos, monótonos, pero sobre todo porque tres o cuatro llegan con los carritos rodantes donde almacenan su basura. Comen, ellas sí platican en voz muy alta, ríen a carcajadas, dicen una que otra palabrota, mastican. Pronto surge un tema que las ata: las latas de refresco. Una de ellas, la más elocuente, comenta que en equis lugar pagan el kilo a 14 pesos, o algo así. Otra le responde que en otro negocio lo pagan a 15. Otra más asienta que cuando estaba asignada a la sala “vip” juntaba más latas y le iba mejor.
Poco antes yo había visto a Sabrina, la vedete propietaria de dos globos terráqueos (símbolo de la abundancia) que no pueden abarcar ni las manotas de Blue Demon; luego escuché la conversación sobre el pago al aluminio por latas de pepena. Es innegable: en todas partes están vivos los contrastes del mundo.