viernes, octubre 13, 2006

Una bella postal

Ayer vi en el periódico una foto maravillosa. En ella se aprecia a Carlos Slim con impecable tacuche negro, gafete de no sé qué en la solapa, un papel en la mano izquierda, el pelo perfectamente engominado a la Gardel; Slim mira como por accidente a una indígena de pelo relamido hasta la trenza, con su blusón de satín rosa al estilo de María Elena Velasco (mejor conocida como la India María) y una especie de chalequito tejido a mano que apenas logra rodear sus abundantes y morenas carnes. A primer vistazo parece Rigoberta Menchú, pero se trata de una indígena anónima, un personaje que ayer fue parte de la escenografía autóctona en el segundo intento de Felipe Usurpador por establecer un proyecto de país.
No me desvío. Estaba en que la foto muestra simbólicamente a los dos Méxicos que tarde o temprano colisionarán si el modelo no da pronto un viraje hacia rumbos en los que la diametralidad económica no se abra más. Esos dos Méxicos de hecho viven en pugna desde hace años, pero el mango de la sartén siempre ha estado en las manos de dos ogros: primero, de la familia robolucionaria y, después, en las del gran capital que ahora se mueve como Pedro por su patria y se da el lujo hasta de modelar al gobierno plastilina que se le ponga enfrente.
Es tan evidente el entreveramiento de intereses entre la política y el dinero que los actores principales de los que depende el futuro del país son esos pocos mexicanos, poquísimos, a los que si bien no les hizo justicia la robolución, sí se sacaron la lotería cuando Salinas y el FMI decidieron que México requería una urgente venta de garage. Por ellos pasa ahora cualquier decisión nacional; si sus intereses se ven amenazados, de inmediato suben la guardia y hasta participan en las elecciones por medio de sus Consejos distorsionadores de la realidad, como ocurrió cuando nos dieron a tragar la especie de que pronto, si ganaba un caudillo tropical, seríamos víctimas de la barbarie militar y perderíamos hasta el televisor que compramos con tanto esfuerzo en Coppel.
“Me daría mucho gusto, en su momento, que alguna de sus gentes del equipo (sic) considere conveniente reunirse; yo estaré disponible”, dice el tótem empresarial para referirse a sus averiguatas con Calderón y los secretariables. El hombre que etiquetó a México de país “kafkiano” es sin duda el más kafkiano de nuestros compatriotas, pues sólo él, con tarifas telefónicas que nunca han dejado de ser leoninas, ha ganado lo suficiente como para saciar el hambre y la ignorancia de millones de mexicanos hundidos en la miseria, precisamente como la indígena escenográfica con la que ayer se vio de frente.