sábado, marzo 03, 2018

El primero de Los viernes




















En 2010 asistí a la Feria del Libro de Buenos Aires y entre otros pabellones encontré el de Página/12, periódico que además del diario edita suplementos y libros. Allí compré dos libros de Osvaldo Bayer, dos de Juan Sasturain, uno de Sandra Russo y una novela breve, titulada Corazones, de Juan Forn (Buenos Aires, 1959). Sobre él tenía sólo una referencia, la más visible en internet: que los viernes publicaba un texto espléndido en la contratapa de “Página”. Ahí fue donde comencé a leerlo y, lo digo desde ahora, a admirar su calidad no tanto de escritor, que la tiene en alto grado, sino de lector, de hombre vinculado visceralmente a los libros y curioso buceador en la vida de sus hacedores, como lo evidenciaba con total solvencia cada contratapa de los viernes.
Pasados los años, y luego de seguir semana tras semana las contratapas de Página/12, vi la noticia: Planeta había reunido en tres tomos las colaboraciones de Forn. Quise conseguirlos y me di alguna maña para que llegaran a Torreón. Y ya, leído el primero, sé que puedo opinar sobre la pertinencia de tenerlos a la mano si uno deambula en el medio literario/periodístico. Esto no significa, claro, que a un lector ajeno (digamos, un ingeniero) no gozaría las columnas semanales de Forn ya arracimadas en libro, pero para mí es evidente que los tres tomos de Los viernes son un modelo casi didáctico de trabajo literario para el periodismo, de suerte que allí pueden abrevar los escritores que deseen incurrir en el periodismo o los periodistas que deseen escribir no bien, sino muy bien: literariamente.
¿Y qué escribe Forn? Como es muy poco conocido en México, hay que decir primero que además de escritor es traductor (de John Cheever, Hunter Thompson…) y ha sido editor en Emecé y Planeta. Entre otros, ha publicado las novelas Corazones, Frivolidad, Puras mentiras y María Domeq, el libro de cuentos Nadar la noche y de crónicas La tierra elegida y Ningún hombre es una isla. En 1996 creó el suplemento cultural Radar del diario argentino Página/12. Actualmente es asesor literario y radica en la pequeña ciudad de Villa Gesell, frente al Atlántico, cerca de Mar del Plata.
Con facha de jugador de rugby, este escritor es ante todo, insisto, un lector tan agudo que seguir sus colaboraciones para la prensa es seguir una guía de excelentes recomendaciones no sólo literarias, sino artísticas en general. El género mediante el cual nos mueve al arte es, si no me equivoco, la biografía —Hernán A. Isnardi las llama crónicas—, una biografía compacta, ágil e informada con los datos más relevantes del personaje perfilado.
Pero no se piense que los asedios biográficos de Forn acometen a los sujetos para dar como resultado fichas de solapa, frías y más tiesas que un cadáver. Lo que Forn hace, creo, es combinar perfectamente la información con el arte de relatar, de suerte que el resultado siempre deja la impresión de que debemos correr a leer el libro, ver la película, oír la canción o buscar la pintura del sujeto escudriñado. Ahora bien, el truco de estas lecciones de biografía sintética se ciñe a una gran escuela: la de Marcel Schwob.
Para entender mejor lo que afirmo, traigo unas palabras de Francois Dosse, quien en El arte de la biografía. Entre historia y ficción (UIA, 2007), observa: “Schwob considera que el arte del biógrafo emana de la capacidad de diferenciar, de individualizar, incluso a personalidades que la historia ha reunido. Debe ir a la busca del detalle más ínfimo, minúsculo, que se esfuerce por recordar lo mejor posible la singularidad de un cuerpo, de una presencia. Schwob encuentra el instinto del biógrafo en Aubrey, cuando revela a su lector que a Erasmo ‘no le gustaba el pescado, a pesar de haber nacido en una ciudad pesquera’, que Hobbes ‘se volvió calvo en su vejez’ o que Descartes ‘era un hombre demasiado sabio como para ocuparse de una mujer; pero, como era hombre, tenía los deseos y apetitos de un hombre y, por tanto, mantenía a una bella mujer de buenos antecedentes a quien amaba’. De acuerdo con Schwob, el biógrafo sólo tiene que crear, a partir de la verdad, rasgos humanos, demasiado humanos, aquellos que correspondan a lo único. Su error es creerse hombre de ciencia. (…) Poco importa entonces que el personaje sea grande o pequeño, pobre o rico, inteligente o mediocre, probo o criminal, puesto que cada individuo sólo vale por aquello que lo hace singular”.
Así entonces, o al menos muy aproximadamente, procede Forn: sus personajes destacan no por las hazañas que impulsaron o por sus grandes obras, sino por algo que podemos denominar caldo inferior constituido por el ambiente, las inclinaciones, los accidentes y los caprichos que se ven reflejados en pequeñas acciones singularizadoras, individualizadoras. En efecto, cada vida tiene algún componente que la hace ser distinta. El arte del biógrafo consiste en rastrear/destacar el elemento diferenciador, de ahí que, al detectarlo, casi pasen a un segundo plano las realizaciones más visibles del personaje elegido.
El primer tomo de Los viernes reúne 52 entregas (o columnas, pues por haber aparecido en un espacio periodístico fijo pueden ser abrazadas por ese género), cada una referida a un personaje distinto. Predominan los escritores, pero en el catálogo también figuran cineastas, cantantes, fotógrafos y pintores. Aunque la extensión de cada pieza ronda las cuatro a cinco páginas, todas dan la impresión de ser más amplias, como si las agrandara el eco que dejan en la memoria del lector.
Además de su buena prosa —prenda de suyo agradecible si consideramos que las contratapas originalmente fueron trabajados para la prensa, con todos los apremios que esto implica—, Forn tiene una puntería de arquero medieval para las citas. Lector fino, siempre tiene precisión para entresacar palabras justas, muchas veces deslumbrantes. Por ejemplo, cuando cita a Freud en el retrato de Marie Bonaparte: “La gran pregunta que nunca recibe respuesta y yo no estoy capacitado para responder, después de treinta años de estudios sobre el alma femenina, es qué desea la mujer”; o a Faulkner: “El problema de los jóvenes poetas es que aman su caligrafía como el olor de sus propios pedos”; o a Monterroso: “A todos escritor debería prohibírsele por decreto publicar un segundo libro hasta que él mismo logre demostrar que su primer libro era lo suficientemente malo como para merecer una segunda oportunidad”; o a Natalia Ginzburg: “Conocemos bien nuestra cobardía y bastante mal nuestro valor”; o a Nabocov: “El lector de Pushkin siente que su capacidad pulmonar crece”; a Renato Leduc (¡sobre Agustín Lara, nuestro “músico-poeta”!): “Al mirarlo por primera vez, uno sentía que ya había visto ese rostro en alguna piedra rota, en un pájaro mínimo o en la arena calcinada por el sol del Caribe. Era una miniatura de tamaño natural”.
Gracias a los detalles que Forn saca a la superficie, la prosa siempre afilada y las citas inmejorables asistimos pieza tras pieza a biografías estimulantes, pequeños trampolinaes para buscar por por nuestro propio pie algo más de los personajes dibujados. Creo que a fin de cuentas eso es lo que desea un lector, el contumaz lector que es Forn: convidarnos un placer, movernos a la búsqueda de más y más asombrosas páginas.