El
encabezado es ambiguo. Puede leerse como propuesta didáctica: “así debemos
mirar a los hijos”, o como exclamación: “¡cómo es posible mirar a los hijos si
uno es así!”. He pensado la frase en su segundo sentido: cómo es posible mirar
a nuestros hijos cuando sabemos que todo o casi todo lo que les damos es
producto del robo y la mentira, de la corrupción en suma. Premoderno como soy y
todavía con lastres éticos atados al tobillo, siempre me ha intrigado esa
relación: cómo mira un padre corrupto a sus hijos y cómo lo miran sus hijos a
él. Supongo que ha de ser difícil. No sé. Tampoco me gustaría estar sonando
fariseo, pero bueno, no es lo mismo andar por la vida bajo el anonimato de la
normalidad salarial, como uno, que ser Romero Deschamps o Javier Duarte, por
citar sólo dos casos de corrupción magnífica y perceptible a simple vista.
Dado
el clima de época en el que vivimos —metalizado hasta el vómito—, es muy
probable que los hijos de esos formidables canallas amen a sus padres, y que
sus padres en efecto no sólo les den privilegios de toda índole, sino el amor
que hasta las víboras prodigan a sus retoños. Así pues, rencor o recelo no
deben sentir esos hijos, sino admiración y agradecimiento.
No
abundan los casos de odio de un hijo a sus padres. Recuerdo el de Pirí Lugones,
nieta de Leopoldo Lugones, acaso el más grande escritor de la primera mitad del
siglo XX argentino, e hija del jefe de policía homónimo a quien se atribuye la
invención y el uso metódico de la picana. Ella aborrecía tanto a su padre que
se presentaba de esta forma: “Pirí Lugones, nieta del poeta, hija del
torturador”. Pero insisto, los hijos suelen no ver de dónde provienen sus fortunas,
si las tienen, y menos en esta era de cinismo ubicuo.
Si
a los hijos no les queda claro qué son sus padres y de dónde han sacado lo que
tienen, a los padres sí, sí les queda claro, no puede no quedarles claro.
Sospecho que ante esto se inventan todo un andamiaje íntimo de
autojustificaciones: por la familia, lo que sea; si no era yo, era otro; qué
tanto es tantito; hay tipos peores. No sé, reitero. Lo único que sé, o al menos
deseo imaginarlo literariamente, es que a la hora de mirar a sus hijos sólo les
destella en los ojos el brillo del amor y la tranquilidad autoexculpada: los
hijos merecen el sacrificio de enmierdarse; su felicidad justifica cualquier
abyección.