domingo, abril 30, 2017

De turbio en turbio












Dos son las principales catástrofes que acaso irreversiblemente han infligido los últimos gobiernos a México: 1) agudizar la injusticia económica desde 1928 y más aceleradamente desde la era tecnocrática (1988), y 2) arraigar hasta el tuétano el hábito de la mentira, el embuste, la transa, el doblez, la hipocresía, la simulación y todo lo que se le parezca. Ambos estropicios van de la mano, como si el primero fuera resultado del segundo, y viceversa: a más precariedad económica, más patrañas, y a más patrañas, más precariedad económica, de suerte que vivimos en una gran pecera en la que es imposible sobrevivir sin participar como víctimas, victimarios o las dos cosas a la vez.
Publiqué apenas un texto cuyo título es “Vivir siempre mermados”; digo allí que en grande y en pequeño siempre recibimos, como clientes, pellizcos de parte de quienes nos ofrecen un producto o un servicio. Expongo que es inevitable ser robados, que así sea con algunos mililitros o algunos miligramos jamás recibimos litros o kilos exactos, los que pagamos. Y así todo.
Luego de subir tal texto al blog fui a desayunar. Elegí lo de todos los sábados para un lagunero convencional: gorditas. Pedí tres, una de ellas de carne con chile verde que tenía dos trocitos (no exagero) de carne y todo lo demás de papas, y es allí donde recibí mi merma por esa transacción. Entiendo que, ante la economía demolida que ya mencioné, todos busquen o busquemos nuestro acomodo, que para sobrevivir usemos técnicas de engaño similares a las del camuflaje en el reino animal, pero es evidente que una gordita de carne con chile verde no es lo mismo que una gordita de papas verdes. La mentira, pues, está enquistada en el alma de casi todas las transacciones mexicanas, y no las denunciamos también por dos razones: 1) son tantas que perderíamos la razón si las cuantificamos; y 2) sería tortuoso denunciarlas ante la ley, así que preferimos aceptarlas como parte de nuestra vida cotidiana.
En efecto, ¿nos hemos preguntado qué pasaría si ante la Profeco reclamamos por algún producto o servicio mal dispensados? Sé que nos hemos preguntado eso, y quizá algunos hayan optado por seguir el camino de la ley con los resultados previsibles: lentitud, burocracia, impunidad. La opción que queda es callar y seguir, tal vez sumarnos al embuste, añadir nuestro granito de mierda a esta realidad picaresca, de escarabajos hambrientos por quitar algo a otro, sea quien sea.
Por un lado están los robos sutiles y por ello invisibles (o casi), principalmente los relacionados con los servicios básicos: el gas, la luz, la gasolina, la telefonía, el agua. Con un peso que sumen a cada recibo, o con que sirvan poco menor cantidad de la que cobran, lo que nadie notaría, es suficiente para que se dé el robo. En eso no tenemos escapatoria, allí perder es inevitable aunque nos acompañe el Santo Niño de Atocha. En otro ámbito están los robos por bienes o servicios de segunda necesidad, esos que contratamos de urgencia o por gusto, porque podemos o porque queremos darnos un pequeño lujo. Contaré un caso relacionado con el mundo editorial para que veamos que en todos lados se cuecen triquiñuelas. Quizá esto sea muy bien sabido en la capital, pero estoy seguro que en provincia no lo es tanto. Va.
Hace algunos años recibí un mail de un hombre al que jamás vi en persona. Me lo había encarrilado una amiga común, y básicamente era para que yo le diera una somera asesoría editorial. Grosso modo, el hombre me explicó que había escrito un libro, el primero de su vida, y deseaba publicarlo. Creo que tenía un aire de libro de autoayuda. Para lograr su propósito de publicar, el autor envió la propuesta a una editorial del DF que le respondió afirmativamente, con una carta. Allí comenzaron mis sospechas. Originalmente creí que, para mi asombro, una prestigiada editorial del DF había aceptado publicar el libro de un desconocido. En la carta vi que no, que se trataba de una especie de coedición: la editorial (que se presentaba con el nombre de una empresa muy prestigiada y sin embargo en la carta tenía el membrete de una imprenta) ofrecía publicar mil ejemplares a 180 mil pesos (cerca de nueve mil dólares) por un libro de 150 páginas. El costo sería absorbido a partes iguales (50% cada uno) entre el autor y la editorial.
Con sutileza, para no desalentarlo u ofenderlo, traté de hacer ver al autor que debía cotizar en una imprenta local, lagunera, sólo para comprobar si por la impresión de mil libros de 150 páginas le cobraban menos de 180 mil pesos. Como la editorial usaba en la carta (la conservo) un lenguaje técnico exacto, muy formal, tanto así que parecía lo más serio del mundo, sentí que el autor estaba entusiasmado con el negocio, pero yo sospeché. Luego de recomendarle que debía pedir un nuevo presupuesto ya no recibí más comentarios y no supe qué pasó, si ese libro salió o no, nada.
Lo que sospeché y no dije fue esto: que el editor había entusiasmado mañosamente al autor. Que con lenguaje profesional deseaba persuadirlo de imprimir mil libros a 180 mil pesos, una cotización que me pareció descomunal. Creí ver dónde estaba el truco, el gato que querían darle por liebre. Le decían al autor que el pago sería de 90 mil de cada parte, y que cada parte tendría 500 ejemplares, pero en realidad iban a imprimir 530, 540 o 550 si mucho, es decir, bastante menos de mil. El negocio era engatusar al cliente con la idea de la aceptación formal, con carta membretada y toda la cosa, para publicar en un sello importante y decirle que serían mil ejemplares, que la editorial estaba tan convencida sobre el valor del libro que se atrevía a quedarse con 500 ejemplares de un autor sin renombre, primerizo. El lector, usted, ya se habrá dado cuenta de que publicar esos 530 ejemplares no cuesta 90 mil pesos, sino 30 o 40 mil a lo mucho, de suerte que el editor, sólo por decir sí y maquilar a la carrera un libro que no le interesaba en su catálogo, ganaría 60 o 70 mil pesos libres de molestias. Un negociazo. Todo esto lo conjeturé, pero no pude comprobarlo. Luego el tiempo se encargó de poner en mi destino un caso similar.
Un amigo reciente, al enterarse de que me dedico a escribir y trabajar con libros, me puso al tanto de un proyecto emprendido por su padre, autor de un primer libro, creo una novela. Básicamente era lo mismo que le había pasado al otro autor. La editorial lo convenció de hacer la inversión, le envió sus 500 libros y una o dos fotos de su libro en el aparador de una librería chilanga. Le dijo además que los 500 ejemplares que correspondieron a la editorial serían distribuidos en todo México. Pasados algunos meses, el hijo del autor monitoreó dos o tres librerías importantes del país y en ninguna estaba el libro. Fue entonces cuando nos vimos, me platicó la historia y, pese a lo desagradable del tema, le compartí mi hipótesis: esos tiburones habían medrado con el entusiasmo de su padre, le habían tumbado 100 mil pesos para publicar 500 ejemplares. Invirtieron 30 o 40 mil y ellos se quedaron con 60 mil del águila. Sólo habían impreso unos pocos libros más para simular que los tenían en existencia, pero jamás le mostraron los supuestos 500 correspondientes a la editorial ni le dieron un reporte de la distribución simplemente porque no se puede distribuir lo que no existe. El colmo del cinismo fue que, ante el deseo del autor de ofrecer su libro en la FIL, los marrulleros editores le pidieron otro bonche grande de dinero, pero el autor declinó.
Estos dos ejemplos quieren evidenciar que ningún trato o negocio en México es totalmente confiable. El engaño acecha en todos lados, con letra chiquita o sin ella, y si nos descuidamos, si nos acercamos al mercado con ingenuidad, vamos a ser desplumados sin que nadie, ni el gobierno ni la santísima virgen, regule nada. Estamos a merced de miles y miles y miles de logreros.