Sentía que había perdido la inspiración, y ya no escribió nada, se
dejó morir como escritor. Sólo a veces, como esa noche, imaginaba historias en
la aridez de su mente, como aquélla del asesino que avanza sigilosamente. Va a
la casa —a la caza— de un tipo al que no conoce. Sólo sabe que es profesor, que
se llama Julio Pastrana y que se involucró con la mujer equivocada. En la
gabardina trae el arma. Hace frío y el viento lo intensifica, lo hace calar
hasta el esqueleto. Piensa en el plan que ha diseñado. Tocará la puerta, el
tipo abrirá y entonces cruzarán un breve diálogo. “¿Es usted Julio Pastrana?”,
preguntará el asesino. Pastrana dirá que sí, desconcertado. En la mano
seguramente tendrá un libro, y también seguramente vestirá ropa cómoda, quizá
una bata de franela, el atuendo ideal para un domingo de invierno. El asesino
le dirá que trae un mensaje, y Pastrana lo hará pasar unos metros sólo para no
mantener libre la entrada del aire helado. Ya dentro, el asesino dirá que no
trae ningún mensaje, que mintió, y de inmediato sacará la pistola con la que
matará a Pastrana. Tras disparar, se pondrá los guantes, saltará el cadáver,
llegará hasta la habitación del profesor y hasta el escritorio ubicado en la biblioteca.
Lo que sigue es simple: revolverá papeles, cargará una cámara fotográfica, un
reloj y dos anillos, lo que haya de valor para simular un robo. Poco después,
cuando ya haya desbaratado lo suficiente el orden de la casa, volverá hacia el cadáver
o lo que el asesino ha creído que es un cadáver, quien ensangrentado lo esperará ya con una pistola lista para ser activada. El asesino no tendrá tiempo para tomar su arma ya oculta en los pliegues de la ropa, pero entonces sucederá algo
extraordinario: Pastrana no conserva fuerza y se derrumbará sin disparar. Ahora
sí, el asesino ganará la calle luego de cerciorarse, por la ventana, que no
pasa un alma. Cuando ya se alejó lo suficiente, reparará en un detalle: si el
muerto no estaba completamente muerto una vez, bien podría no estarlo dos
veces, y lo delatará. Decide regresar para el remate. En el camino se
arrepentirá. No es necesario hacer nada. Recuerda que en efecto es un asesino a
sueldo, pero sin consistencia física, ni siquiera consistencia escrita. Se
trata apenas de un pobre asesino imaginario, de un hombre cuya historia apenas
existe en la agotada mente de un escritor retirado. El asesino reanudará su huida
y por dentro maldecirá al escritor que no lo ha escrito.
sábado, enero 30, 2016
miércoles, enero 27, 2016
Castigo
Ahora le dicen bullying,
tiene un nombre. Antes, cuando fui niño, sólo le decíamos burla o golpe.
Supongo que era lo mismo: un tipo o una tipa sin escrúpulos, más fuertes, más
hábiles y más cínicos, arremetían contra alguien hasta pulverizar su ánimo y
dejarle bien sembrado el terror. Eso fue lo que sentí cuando me tocó la hora de
sufrirlo. Quien me aplicó la tortura fue un niño de ojos achinados al que
apodaban El Meñe, uno de esos babotas que reprueban un año y cuando entran a
otro grupo ya han crecido y se convierten en jefes sólo porque tienen más
centímetros de estatura. Lo detecté de inmediato. Cuando llegué a ese grupo vi
que El Meñe era el hostilizador. A todos, sin excepción, los dominaba con la
pura amenaza de los golpes, de manera que nadie se le insubordinaba. Además, dos
o tres compañeros conformaban para él una guardia pretoriana que en sí misma
era disuasiva. Quien se atreviera a algo con El Meñe podía sufrir, antes que
nada, el ataque de su séquito. Quejarse ante un maestro, denunciar sus métodos
en la dirección, confesar el miedo ante una madre, todo era demasiado riesgoso,
pues si no lograban detenerlo su venganza podía ser inmediata y brutal. Esa
circunstancia permitía que El Meñe y sus secuaces se apoderaran de las
actividades estudiantiles, eran los que pedían cooperaciones y de allí sacaban,
obvio, raja. Yo no lo entendía con claridad, estábamos en secundaria, pero
borrosamente sospechaba que El Meñe sería algo en el futuro, un líder o algo
así. Sólo una vez vi que alguien se le puso enfrente; un compañero muy callado
se le plantó, lo encaró. El Meñe aceptó el desafío y se dieron un tiro afuera
de la escuela. Ganó el que tenía que ganar, por mucho: El Meñe. Tenía además
una costumbre: agarrar un puerquito rotativo. Lo humillaba un mes y luego
pasaba a otro, y a otro y a otro. Cuando tocó mi turno padecí el horror, como
ya dije. Recuerdo que varios días lloré en silencio, pues El Meñe era cruel e
invulnerable. Pasó encima de mí y luego siguió con otro, pero los estragos de
miedo que me dejó duraron mucho tiempo. Todavía en las épocas de mi carrera lo
recordaba, sentía una especie de estremecimiento y un vago deseo de venganza.
Pero, sin darme cuenta, lo olvidé. Creo que la disolución de mi odio era signo
de que el tiempo me sanó. Pero hoy, mientras esperaba el verde en un semáforo,
lo vi con alegría. Era él. Repartía volantes políticos a los conductores, como
candidato. El destino se había vengado por mí y por muchos agraviados: El Meñe
aspiraba a ser diputado por el Partido Verde.
miércoles, enero 20, 2016
Gordo
El sujeto era gordo, alto y de pelo crespo, pero su rasgo más
sobresaliente estaba en que se movía con la lentitud de un tráiler a punto de
estacionarse. Lo vi durante cinco años, siempre en el mismo rincón del café,
siempre vestido con pantalón caqui y una camisa inmensa, de cuadros chicos y
desfajada. Me caía bien porque, como yo, no saludaba a nadie, simplemente
entraba y a paso cansino llegaba hasta su mesa, se instalaba con dificultad y
le servían un café que ya no pedía pues los meseros sabían que eso deseaba,
además de una canastita con pan dulce. El gordo caía allí de lunes a viernes de
seis a siete, siempre en punto, exacto como las desgracias. Cargaba un libro y
leía unas páginas, bebía tres tazas y despachaba sin falla dos piezas de pan.
Toda su rutina era parsimoniosa y precisa, e igual, sin decir palabra, en
cámara lenta, dejaba dinero sobre la mesa, se levantaba otra vez con dificultad
y salía. Recuerdo que noté algo: cuando abandonaba el local todos los
comensales lo mirábamos intrigados. Seguramente había unanimidad en los
pensamientos: ¿quién era ese gordo inquietante?, nos preguntábamos. La ciudad
ya no es lo que era hace algunos años, cuando todos se conocían y el chisme era
comunitario, pasto para mitigar el aburrimiento. Ahora podía llegar un gordo al
café y aunque su presencia fuera notoria y recurrente ya se daban casos de
aislamiento total, de anonimato perfecto. Cierto jueves reparé en su ausencia.
Pregunté a un mesero y me dijo sólo una palabra: murió. Dije ah viendo a otro
lado y no pregunté más. Pasaron unos días y una tarde llegué al café.
Todas las mesas estaban ocupadas, salvo la del gordo. Fui hacia allá, me senté
y pedí lo de siempre. Al día siguiente ocurrió de nuevo, caí en la mesa del
gordo. Al tercer día había muchos espacios disponibles en el local, pero adrede
fui a sentarme en el mismo lugar. Poco a poco, tarde tras tarde, tomé posesión
de aquel espacio y repetí la rutina tal y como lo hacía el gordo, sólo que yo
nomás fulminaba una pieza de pan. Aprendí a cargar libros y a simular interés
en ellos. Una tarde, al salir, vi que todos me miraban. Sospecho que se
preguntaban quién era yo. Me gustó vivir en ese misterio, desconcertar a la
concurrencia, crearme un aura intrigante. Más que el café, más que el pan, más
que el libro mentiroso, lo que comenzó a deleitarme era sentir que otros me
veían como veíamos al gordo, que en paz descanse.
sábado, enero 16, 2016
Ksntpka
De
la afamada —aunque sólo entre cierto público— editorial Isis, el capítulo XXII
del libro Costumbres describe la peculiaridad de la tribu ksntpka
nativa de una isla perdida en el Índico. Es un pueblo pacífico dado que no
tiene vecinos contra los cuales reñir. Por esa misma razón carece de envidia y
sus miembros todo lo comparten con un sentido absoluto de la desposesión. Las
mujeres y el alimento son sus dos únicas fuentes de placer, pues se trata de
una sociedad dominada —y en esto no se diferencia de muchas otras— por los
machos. Como todo es de todos, casi siempre tienen lo que necesitan, no lo
disputan, viven en entera libertad y puede afirmarse que son inmensamente
felices. Salvo una, no tienen leyes, o si las tienen, son tácitas,
sobrentendidas, casi ajenas al discernimiento. La única ley que los guía es que
todo es de todos. Entre ellos no existen pues los pronombres “mi” o “tu”. Para
decir, por ejemplo, “mi comida”, en su código expresan algo así como “la
comida”, de ahí que mientras un ksntpka come, otro puede, sin mayor conflicto,
meter la mano en la vasija ajena y hacer lo mismo; esto también explica su serena
promiscuidad. En cuanto a los hijos, se sabe que los crían con amor colectivo,
es decir, que actúan como si todos fueran padres y madres de todos los
pequeños. Los adultos enseñan a cazar a los varones de menor edad, y un joven
hoy puede tener un instructor y mañana otro. Los ksntpka son excelentes en la
pesca; se internan en el mar y luego de unas horas regresan con espléndidas
presas. Como todo es de todos, cuando pescan un gran ejemplar todos pueden
decir “yo lo atrapé” sin que se moleste el verdadero autor de la hazaña, pues
él también puede afirmar, con idéntica sensación de mérito, “yo lo atrapé”.
Gustan, como cualquier pueblo, de las ceremonias. Como no tienen dirigentes,
cualquiera sabe invocar a los dioses y cualquiera acepta sacrificarse en una
sesión bárbara de golpes. Luego de pedir que kagtaka —su diosa de la luna—
descienda, todos, incluidos los niños, arremeten a puñetazos y puntapiés contra
un sujeto que funge como mártir. El sacrificado queda molido, pero en su dolor
entra en trance y siente una comunión con kagtaka, el éxtasis. Pese a esa
liturgia bestial, no son pocos los que se anotan para representar al aykugkay ,
"el sacrificado", y se han dado casos en los que un aykugkay es
elegido dos o tres días sin interrupción hasta que muere, lo que representa el
máximo honor en esa peculiar comuna. Son dos los requisitos para ser aykugkay:
no ser mujer ni menor de edad, lo que asegura la supervivencia de los ksntpka.
miércoles, enero 13, 2016
Fantasma
Roberto
aceptó ir a la casona porque le gustaba Lily. No sabía por qué a casi todas las
mujeres les daba por disfrutar historias de terror, pero aprovechó esa
inclinación para acercarse y ver hasta dónde podía llegar con ella si es que
ella quería llegar a cualquier punto con él. A Lily le habían pedido en la
carrera un cortometraje y tuvo la ocurrencia de escribir un guion
pretenciosamente gótico, casi tan disparatado como un vidoclip. Un día
lo citó en el café para compartirle el proyecto, pues en teoría a Roberto le
apasionaba el cine y algo podía agregar al éxito del corto. Esa misma tarde
quiso decirle que todo sonaba absurdo, que la oscuridad, las telarañas
artificiales y ciertos efectos de sonido no bastaban para producir espanto,
pero prefirió guardarse los comentarios, elogiarla por la fluidez de la pequeña
trama y alentarla a "filmar". Lily le informó que ya había reunido al
equipo que la ayudaría. Consiguió un camarógrafo (que también sería el editor),
un músico, cuatro actores, una vestuarista, un maquillista y un asistente de
dirección (su hermana). Roberto no sintió un átomo de identificación con el
proyecto, pero Lily le gustaba y no podía quedar al margen. “Si quieres, yo
hago la foto fija”, le dijo. “¿Y qué es eso?”, respondió ella. “Es la fotografía
que se hace mientras filman. Las imágenes son un detrás de cámaras y
también son útiles para la publicidad que luego se hará de la película, como se
estila en las superproducciones”. Lily quedó encantada con las bondades
atribuidas a la foto fija, y aceptó. Pasada una semana llamó a Roberto para
convocarlo a una reunión con "el equipo". En la junta él notó
que todos eran muy jóvenes, casi preparatorianos. Desbordaban atención,
camaradería, el entusiasmo más o menos habitual de quien encara una gran aventura.
Uno de ellos, el de mejor pinta, haría el papel protagónico y fue quien
participó más en el diálogo con Lily. Llegó el día del rodaje, un sábado. La
directora-guionista los había citado en una casona abandonada, aterradora sólo
en el sentido polvoriento de la palabra. La grabación comenzó, todo anduvo bien
y Roberto tomó fotos hasta que sucedió lo inesperado. El guion original no
indicaba que al protagonista se le aparecía una fantasma vestida con deliciosas
mallas de bailarina y algunos velos. Lily hizo esa modificación del clímax, y
ella, por supuesto, a falta de otra actriz, actuó la escena. Como en las peores
telenovelas, hubo un largo beso final entre el protagonista y la fantasma
exprés. Roberto siguió en la foto fija, como se estila en las superproducciones.
domingo, enero 10, 2016
De Ax y sus maravillas
Desde hace meses traía el pendiente de subir mi presentación, y la prasentación del propio autor, Alfredo Hernández (Torreón, 1943), a El prodigioso reino de Ax (Ayuntamiento de Torreón-SEC, 2013, Torreón, 97 pp.), libro que me sigue pareciendo, a un tiempo, desconcertante y hermoso. Subsano aquí esa deuda.
De cómo tuve noticia sobre Ax
Jaime Muñoz Vargas
El 24 de mayo de 2013 fui invitado a enunciar unas palabras en el homenaje que rindió San Pedro de las Colonias, Coahuila, a dos de sus ciudadanos más valiosos: el matrimonio de la poeta Concha Luna y el dramaturgo y narrador Alfredo Hernández. Asistí gustoso, seguro de que el reconocimiento era más que merecido, pues Concha y Alfredo son, para mí y para muchos que los conocemos, dos excelentes escritores y dos de los promotores culturales más entusiastas de La Laguna.
Al final de la ceremonia tuve la suerte
de conversar en corto con Alfredo. Recién había elogiado en público sus relatos
breves, y le insistí que debíamos hacer algo para verlos publicados. Fue
entonces cuando, ya casi en la despedida, exactamente afuera de la Casa de la
Casa de la Cultura de San Pedro, Alfredo soltó a regañadientes: “Tengo por allí
unos textos que quizá puedan servir para algo. Hace muchos años publiqué
algunos en el DF, pero necesito revisarlos y ordenarlos, pues no he vuelto a
ese material en mucho tiempo. Lo llamé ‘El prodigioso reino de Ax’, y es una
relación de cosas útiles, animales diversos, plantas, flores, minerales,
asesinos, salteadores, músicos, poetas y demás gentes de buen y mal natural que
hicieron grande y poderoso al reino de Ax. De eso trata más o menos”.
Algo me latió al oír este sumario.
Sospeché de inmediato, basado en las microficciones de Alfredo que poco antes
leí con motivo del homenaje, un valor literario que provocó mi inquietud y,
claro, mi respuesta más apurada: “Mándame eso, maestro. Suena muy bien”.
Pocos días después envié una carta a
Alfredo para preguntarle por Ax. Le dije que no había olvidado la propuesta y
que esperaba con ansia el material. Respondió que estaba trabajando, que debía
releer, pulir, reordenar todo. Esperé, y luego de unas semanas me llegó la
primera tanda de estampas de El prodigioso reino de Ax. Apenas clavé el ojo en las cuartillas y
advertí que se trataba —así, sin avisar— de uno de los libros más inteligentes
y divertidos escritos en la historia de la literatura lagunera, pues en él su
autor nos lleva a un mundo remoto y delirante, un reino poblado por objetos y
criaturas del más extraño pelaje que, entre otros méritos, obligan a reflexionar
sobre la condición ficcional inherente a buena parte de la escritura histórica.
Acuñadas con exquisita prosa, vi que las estampas sobre Ax hacían guiños de
jocosa y borgesiana erudición, y con ellos nos instalaba en la certeza de que
el hombre, haga lo que haga y viva en la época en la que viva, siempre será un
bicho estrambótico, un creador de desvaríos, un ser más próximo a la locura que
a la razón. Pensé que era fácil augurar un inmediato aprecio a las páginas de
este libro, animal bibliográfico tan asombroso que también parece obra del
prodigioso reino de Ax y no de la literatura amonedada habitualmente en la
Comarca Lagunera. Lo demás fue trabajar un poco con Alfredo y pedir a Luis
García González el trabajo de ilustración que tampoco dudo en calificar como
excelente, un complemento gráfico digno de total admiración y gratitud.
En resumen, El
prodigioso reino de Ax es un libro que
no debemos eludir. Su imaginación y su filoso humor nos obligan a celebrar la
presencia de Alfredo Hernández, una presencia que da gusto reencontrar y
compartir.
Comarca Lagunera, 22, octubre y 2013
Introducción al prodigioso reino de Ax
Alfredo Hernández
Aquel que fue declarado territorio estéril por los descubridores
ingleses y portugueses, lugar proclamado maldito por los viajantes que
posteriormente rescataron unos cuantos manuscritos conservados hasta la época
presente, fue el reino de Ax cuyo recuerdo estuvo a punto de desaparecer. Un
yermo de planicies inmensas cubiertas con un manto milenario de sal guarda las
reliquias de aquel país que se desarrolló entre el prodigio y la locura de sus
gobernantes, más lo segundo que lo primero. Historiadores de todo el mundo en
todas las épocas han intentado penetrar en el misterio del lugar y el tiempo de
este reino.
Más espesa que la capa salina que cubrió el territorio es la
conjura que se propuso borrar todo rastro del paso de los hombres de Ax sobre
la tierra. Esa confabulación provocó en muchas mentes el deseo de saber más de
lo que las tradiciones y leyendas han transmitido. Contando con los
amarillentos y quebradizos papeles de que ya dimos noticia, muchos alientan la
esperanza de encontrar aquellas ciudades con palacios de muros de esmeralda.
Algunas mentes brillantes lograron penetrar en el misterio y
acordaron mantener en secreto la historia para que los hombres del futuro, tú y
yo, buscáramos nuestro propio camino sin las referencias de lo sorprendente que
esconde la memoria de Ax.
De la colección de documentos conservados en la biblioteca del
venerable J. L. Casares pudo extraerse el «Nova Totivs Terrarvm Orbis
Geographica Ac Hydrographica Tabula, del auct: Henr: Hondio». En ese mapa,
realizado en el primer tercio de 1600, aparece un espacio abajo del «Mar de
India», la región «Terra Australis Incognita» que algunos identifican como
asiento del reino perdido. El padre G. de Ockham, poco antes de ser excomulgado
por el papa Juan XXII, descartó esa idea y propuso buscar en el lugar que hoy
es conocido como Triángulo de las Bermudas, muy cerca del sitio donde se dice
que se encontraron ruinas que confirman la existencia de la Atlántida.
En cuanto a la época del florecimiento de la cultura de Ax, nadie
se pone de acuerdo, pues si bien Pitágoras emplea como metáfora la belleza
física de todos los hombres y mujeres de aquel territorio, Tucídides introduce
en La guerra del Peloponeso a
uno de los embajadores griegos que tiene conocimiento exacto del lugar preciso
donde se desarrolló la grandeza de aquel pueblo, sólo que éste no pronuncia
palabra en todo el encuentro con los lacedemonios. Pero hay más todavía.
Artistas, filósofos, historiadores, religiosos y buscadores de tesoros manejan
secretamente algunos trozos de información que intercambian en medio de
rigurosos acuerdos y luego cada uno a su manera intenta reconstruir el mapa
real donde se ubica el lugar que ha motivado tantos afanes. Han pasado muchos
años desde que el primero de estos hombres dio a conocer la estatuilla de
bronce de la reina Tit en aquel oscuro museo de historia natural de un remoto
poblado boliviano, confirmando con ello la existencia de lo que hasta entonces
sólo había sido conjetura.
Todo
lo referente a los hechos que ningún historiador quiere registrar, han sido
transmitidos de boca a oído. Aún no hay nada escrito, salvo estos pocos
registros recuperados del arca de hierro de un anticuario egipcio muerto en
extrañas circunstancias. Pero esa es otra historia y no se relatará en estos
documentos por temor a caer en imprecisiones o falsedades.
Tres en uno
Cuando despertó, Gregorio Samsa todavía estaba allí convertido en un horrible escarabajo, pero no supo si era Gregorio Samsa soñando que era un horrible escarabajo o un horrible escarabajo soñando que era Gregorio Samsa.
sábado, enero 09, 2016
Azqueles
En
otros lugares les llamas hormigas u hormiguitas, y aquí les decimos azqueles o
asqueles, con “s”. En verano son infalibles y aparecen querámoslo o no, como
los enemigos. Cuando me cambié de departamento aparecieron en el baño, sólo
allí. Entraban por el borde de la ventana y comenzaban su descenso infatigable.
Pronto los vi por todo el piso de mi habitación, buscando. Mi nuevo hábitat no
tenía cocina, así que esos insectos poco podían esperar. Tuve la esperanza de
que desaparecieran ahuyentados por el vacío. Pero no, durante varios días seguí
viéndolos. No eran muchos; tal vez, a lo sumo, alcancé a contar treinta
ejemplares bien distribuidos, todos afanosos de hallar algo. Un día pensé en
buscar un espray para eliminarlos. Lo malo es que siempre olvidé comprarlo. Lo
anoté incluso en un papelito, pero por cualquier razón jamás fui al súper por
el fumigante. Poco a poco me hice a la idea de convivir con esos insectos.
Recuerdo que me sentaba en la taza y en vez de leer como acostumbro mientras
prescindo de lo demás, miraba los recorridos más o menos fijos. Unos subían,
otros bajaban, todos con las manos vacías (es un decir), pues ahora desayuno,
como y ceno fuera y no podía haber restos de alimento en mi habitación. Vi que
seguían los mismos rumbos, que se guiaban en un sendero predominante e
invisible. Alguno desviaba el camino, pero la mayoría no violentaba la ruta.
Cuando se topaban de frente hacían un pequeño alto, como quien se cruza con el vecino e intercambia un breve saludo. Yo, no lo he dicho, vine a vivir solo a
este departamento sin cocina porque lo perdí todo tras mi separación. Pensé, en
esas horas de delirio que a veces produce la soledad extrema, que los insectos
eran mis compañeros, y se me ocurrió la locura de tolerarlos, de no pensar otra
vez en su exterminio. Y más: de alimentarlos. Había visto que les fascinaban
los huesos con algún vestigio de carne, así que una noche fui al restaurante,
pedí costillas, y en vez de dejar los restos en el plato los guardé en la
bolsita de supermercado que llevaba especialmente preparada para el caso.
Llegué luego a mi departamento y dejé dos huesos. En la madrugada sentí ganas
de orinar, fui al baño y vi que los restos eran invadidos por una legión de
azqueles. No supe qué hacer, se me fue el sueño y dejé todo como estaba. A la
mañana siguiente, los huesos aparecieron ya abandonados, blancos. Desde entonces ya
no pongo nada. Sólo veo y observo a mis treinta azqueles, los que me han sido leales
con o sin dádivas.
viernes, enero 08, 2016
Chapo reciclado
Escribí este pequeño soneto (valga el
pleonasmo) para no olvidar el bello día que estamos a punto de terminar. En
México, como en cualquier parte del mundo, no hemos estado al margen de las
cortinas de humo. Nuestra novedad, nuestra peculiaridad, en todo caso, está en
la terca rehidratación del procedimiento, de manera tal que con esto nuestro gobierno
ha inventado una forma completamente original del reciclaje. ¿Cuánto más podrá
servir el mismo asunto para distraernos? No lo sabemos. Eso sólo pueden saberlo
dios y la Secretaría de Gobernación.
Chapo reciclado
Atraparon al Chapo nuevamente
—a ese Chapo que dicen es el Chapo—
vaya historia sin par, sin referente
vaya manera de exprimir al capo.
vaya manera de exprimir al capo.
Se afirma que el Estado delincuente
lo usa, le coloca cualquier trapo
y lo exhibe en el juego recurrente
del tipo que se cree muy listo y guapo.
lo usa, le coloca cualquier trapo
y lo exhibe en el juego recurrente
del tipo que se cree muy listo y guapo.
En este laberinto de patrañas
con tanta información de nebulosa
debemos tratar de darnos mañas:
saber cuál es veraz, cuál falsa o sosa
evitar la tv, que no nos pierda
ni nos hunda entre tanta y tanta mierda.
con tanta información de nebulosa
debemos tratar de darnos mañas:
saber cuál es veraz, cuál falsa o sosa
evitar la tv, que no nos pierda
ni nos hunda entre tanta y tanta mierda.
sábado, enero 02, 2016
Cuando los libros se van
Nomás
un puño de tierra, eso dice una canción al referirse a lo que nos llevamos tras
la muerte: nomás un puño de tierra y a veces ni eso cuando optamos —o cuando
nuestros familiares optan— por la cremación. Todo lo que poseemos, entonces, lo
mucho o lo poco que poseemos, se queda aquí, en este valle de lágrimas en el
que sólo respiramos un ratito.
Ante
lo brutal de ese destino pleno de desposesión, ante el “no-ser” que decía
Lezama Lima, suele no quedarnos más que pensar en lo que hemos acumulado, sea
poco o sea mucho, y elegir en qué manos terminará. Por lo general, quienes se
han preocupado mucho por tener saben a dónde irán a parar sus tesoros luego de
la muerte: la esposa, los hijos, el pariente más cercano se quedan con la
herencia, con las casas, los vehículos, las joyas, el dinero y todo lo que
guarde algún valor visible, indiscutible.
¿Pero
qué pasa si el futuro muertito ha sido un acumulador de libros y no de otros
objetos fácilmente intercambiables en el mercado? Sabido es que quien abraza el
vicio de los libros no toma las providencias necesarias para heredarlos; sabe
qué hacer con sus otras posesiones, si es que las tiene, pero no con los
libros. Algo extraño ocurre en estos casos: los libros son acaso percibidos
como imperecederos y las bibliotecas como entes ajenos a la dispersión, a la
pulverización. Si durante treinta, cuarenta o más años descansaron en una
estantería, no hay razón para pensar en el término de su vida en comunidad, es
decir, en el fin de su existencia como biblioteca personal.
Lamentablemente,
el tiempo, esa sustancia invisible que siempre es cruel con el hombre, también
lo es con las bibliotecas personales. Más de una numerosa, bien armada, sólida,
llena de títulos fascinantes y lujosos, ha terminado convertida en nada,
dispersa, diluida en librerías de viejo tras la muerte de su dueño. Lo digo por
experiencia. Pertenezco a una generación que comenzó a comprar libros hacia la
década de los ochenta. Además de los nuevos que adquirí desde las primeras
épocas del intruso celofán, compré, y sigo comprando, en librerías de viejo.
Allí he hallado joyas, libros que de otra manera jamás hubieran llegado a mis
manos. Pues bien, no ha sido infrecuente que en esos espacios aparezcan títulos
antes pertenecientes a bibliotecas bien armadas. Lo sé porque ostentan firmas, sellos
de goma o ex libris de escritores y periodistas de mi región.
¿Y
qué pasó, por qué llegaron esos libros hasta allí? Es fácil conjeturarlo. Al
morir, los familiares quizá supieron qué hacer con el dinero y otros bienes
heredados por el desaparecido, pero no con sus libros. Resolvieron entonces por
el camino fácil: vender en las librerías de segunda mano, tal vez en bulto,
indiscriminadamente, bibliotecas enteras. Luego, como pirañas, a granel, hemos
ido apareciendo los compradores y nos hemos llevado por separado los libros que
antes estaban juntos y formaban una biblioteca.
Mi
amigo argentino David Lagmanovich tomó providencias. Murió en 2010, había
nacido en 1927, y antes de llegar a los ochenta organizó y catalogó su enorme
biblioteca y mediante convenio la donó a un centro cultural de San Miguel de
Tucumán, en el noroeste argentino. Esa biblioteca siga en pie, reunida en un
solo espacio y es útil para quienes desean consultarla.
Por
más que el futuro se pinte como sólo digital, es pertinente que los dueños de
bibliotecas sepan que la vida sí se acaba y que sus libros pueden quedar en
buenas manos, salvados de la despiadada venta. Organizarlas y donarlas con
cuidado puede ser quizá su último acto de amor por los libros, los (sus)
queridos libros arracimados en una biblioteca personal.
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