sábado, octubre 01, 2016

Vuelos
















La mañana de su salida era fresca, muy soleada, andaluza al fin. No parecía entonces el marco ideal para su pesadumbre. Tres días antes había recibido la noticia. Es la última oportunidad, Marco, trata de venir. Su hermana menor tenía la voz imperiosa y resignada de quien regaña sin miedo porque no siente tener autoridad. Ven a verla, trata de viajar, por favor. Marco se sentía culpable, por supuesto, pero ya en otras ocasiones había recibido esa misma o casi esa misma llamada de su hermana y no pasaba nada, su madre seguía asombrosamente viva. Pero ahora era distinto, y Marco lo sabía. Su madre tenía noventa años, estaba ya en la orilla de la vida, o quizá más allá. Cómo volver, se preguntaba Marco. Cómo volver después de treinta años en cualquier parte —Bulgaria, Italia, España, daba lo mismo— y lejos de mamá. Recordó que a los cinco años de no haber regresado comenzó a sentir vergüenza: qué podía decir cuando la viera nuevamente. Un poco ciertas y un poco falsas, comenzó a inventarse excusas. El viaje es muy caro y no me ha ido bien. Apenas acabo de acomodarme en un nuevo empleo y no es prudente pedir permiso. Tres llamadas al año, esa era la cuota: dos para los cumpleaños y una para la navidad. Así, asombrosamente, sin piedad y como suele evaporase el tiempo, pasaron veinte, treinta años sin volver. Tuvo incluso que inventarse una identidad falsa cuando llegaron las redes sociales, pues le daba pena que lo vieran bien adaptado al extranjero. No supo cómo, pero tomó la decisión: viajaría. Sacrificó unos ahorros guardados para viajar a Rusia y tomó el tren a Madrid. Luego, en otra mañana soleada, el avión a México. Llegó de noche y le asombró el caos. En los ochenta el DF todavía no estaba así. Temprano, tomó el vuelo a La Laguna y al final lo recibió el brutal calor seco de junio. Su hermana lo esperaba con un abrazo. Subieron al Volkswagen, Marco vio fugazmente otra ciudad, aunque todavía polvosa y fea. En unos minutos llegaron a casa. Mamá estaba en su cuarto y él avanzó solo, temblando. Al verlo, su madre —tendida en la cama como una vara seca—, extendió el brazo casi sin levantarlo y con voz apenas audible dijo tres palabras: hijito, pequeño, ven. Marco no pudo decir nada. Se acercó llorando.