sábado, octubre 24, 2015

Viajar en Ómnibus














Pocas veces me quejo de los pésimos servicios públicos que recibimos los mexicanos, pues sé que en general obedecen a la precariedad de nuestro país. En otras palabras, ya me hice resistente a la ubicua jodidez de cuanto se supone debe satisfacer alguna de nuestras necesidades. En el caso de los servicios públicos, por lo regular deficientes, pienso en problemas de gestión, en la eterna rapiña de recursos que al final de la cadena alimenticia provoca hospitales, carreteras, escuelas, parques, puentes y demás hechos al aventón, con materiales chafas y, cuando ya fueron levantados, sin buen mantenimiento. Pero la gestión no es sino un quehacer que se subsume en la política general, y mientras no cambiemos arriba será difícil abatir abajo las pobrezas en el servicio público. En teoría, los servidores privados deben responder de otra manera. Es lo que una y otra vez anuncian en su publicidad: que son “los mejores”, “los más rápidos”, “los más lujosos”, “los más algo”. Por supuesto que esto no es así en la realidad. Las empresas de un país con servicios públicos precarios suelen ofrecer servicios privados precarios, como me pasó recién en un Ómnibus de México.
En camino a la Feria del Libro de Monterrey, ascendí a la unidad de Ómnibus en la siempre chamagosa central camionera de Torreón. Allí comenzó el horror: olía a esos aromatizantes ultrapoderosos para matar, al mismo tiempo, bacterias y pasajeros. Desde el principio supe que el viaje sería desafiante, pero tomé valor y me concentré en la posibilidad de dormir, ya que el sueño es el único mecanismo de defensa que uno tiene para encarar esas adversidades.
Instalado en mi asiento, puse un poco de atención a la película que desde ya amenizaba el interior del Ómnibus: una de las tortugas ninja. Calculé que estaba por terminar, y que al final podría dormir, pero la película duró cuatro años e imposibilitó mi escapatoria hacia el sueño. Al fin terminó, y esperé con ansia el silencio. Y llegó, durante unos segundos pude oír el ronroneo arrullador del bus. Casi me alegré. Luego de ese breve lapso, un video informativo de Ómnibus mostraba a una chica presumiendo que viajábamos en una de las unidades más “cómodas” y “seguras” del país, y blablablá. Cuando al fin terminó, pensé de nuevo en el silencio, pero no: comenzó otra película, una de Adam Sandler. También fue eterna. Luego repitieron el anuncio de la chica y después otra película. El bus, mientras tanto, paraba cada media hora no sé a qué, y en todo momento quise dormir. No pude hacerlo. Lo único que se me ocurrió fue —en medio de olores y ruidos nauseabundos— escribir esta croniquita en el Evernote de mi celular.