viernes, octubre 09, 2015

Aquí nada queda lejos











Uno viaja de varios modos. Como turista, para conocer lugares lindos y hacerse selfis con segundos planos que no dejen duda sobre el lugar visitado; como trabajador, para desahogar chambas en las que no es posible olvidar la recolección de facturas que luego justificarán los viáticos; como vago, de mochilero, para experimentar un sentimiento casi extinto de aventura y tolerancia voluntaria a las incomodidades; como prófugo, para escapar de algún apuro que puede ser judicial o simplemente doméstico, familiar.
Salvo el último, creo haber hecho viajes de todo eso, y ahora añadiría otro: el viaje para vivir en carne propia una realidad que no me pertenece. Explico. En mayo de 2004 hice mi primer viaje a la Argentina; en julio de 2015, el sexto. En todos los recorridos he aprendido, claro, algo nuevo, y a estas alturas creo que puedo moverme por la Capital Federal y por el conurbano bonaerense con algo de confianza, sin miedo ya a perderme o a caer en sitios inconvenientes en horas peligrosas. Con internet, nadie lo ignora, esto es más fácil, pues se tienen a la mano mapas de todo lugar hasta con vistas reales de cada calle, de cada casa o negocio. Pero el contacto en corto es distinto, pone a prueba aptitudes de orientación y determina un conocimiento más detallado de los espacios. Si uno va en un tour colectivo, por ejemplo, ve ciudades en greña, museos, avenidas, parques, edificios, y el cálculo del tiempo está milimétricamente controlado por los guías, no se diluye en búsquedas y preguntas a oficiales de tránsito. En viajes sin guía, buena parte del tiempo se escurre en vagar, en no atinar a la primera cuando buscamos un sitio, en revisar y ver los planos, en orientarse.
Así me fue en el viaje reciente. Decidí parar, por ahorro, no en un hotel, sino con Fabián Vique, amigo radicado en Morón, ciudad ubicada al oeste de la Capital Federal, en el llamado “Gran Buenos Aires” o conurbano. Buena parte de mis actividades, sin embargo, estaba programada para ser despachada en el microcentro, digamos que en el espacio del Obelisco, uno de los más conocidos símbolos porteños. La distancia en coche de Morón al Obelisco demanda, creo, poco más de media hora, como cuarenta minutos a lo mucho, y sin tráfico quizá menos.
Obligado por las circunstancias, debí usar tres tipos distintos de transporte para ponerme en el centro de la Capital desde Morón. Ya en otras ocasiones lo había hecho, conocía la ruta, pero esta vez mis recorridos fueron muchos, casi uno diario durante quince días, y todos de ida y vuelta. Podría decir que fue espantoso, pero no sería justo con la experiencia vivida: andar esos trayectos en bus, tren y metro fue la forma más directa de contactar la realidad para sentir el genuino agobio del trabajador común y corriente de la ciudad, un agobio que en muchos casos los convierte en personajes de Roberto Arlt. Sólo así se aprende —y se aprehende— una ciudad.
El recorrido comenzaba en la moronense avenida Eva Perón, cerca de su conocida Base Aérea; allí tomaba el bus, como veinte minutos, hasta la estación de trenes. Tomaba luego el Sarmiento, una de las líneas de ferrocarril suburbano, y pasaba como diez estaciones hasta Once, lo que sumaba unos cuarenta minutos al recorrido. Después, una media hora más de metro (subte, le dicen allá) hasta el centro, es decir, como media hora más. El total final era como de hora y media, y podía ser mayor si me tocaba hacer abordajes en hora pico.
Mientras hacía esos viajes internos por la ciudad, pensé muchas veces en que tal vivencia era una especie de caja china: dentro de mi viaje a la Argentina había muchos pequeños viajes más, cada uno con destino a lugares y situaciones distintas. También pensé, era inevitable no pensarlo, en mi rutina como trabajador lagunero: de lunes a viernes hago quince minutos de ida y quince de vuelta desde, más o menos, la alameda de Torreón hasta la Universidad Iberoamericana. Antes pensaba que estaba lejos, pero hoy me queda clarísimo que en las ciudades grandes un traslado que demanda ese tiempo (media hora en total) es un privilegio, un lujo.
No fui a Buenos Aires a medir distancias ni a conocer rutas de camiones, trenes y subterráneos, sino a otros asuntos acaso menos inmediatos, pero el recorrido diario de tres horas ida y vuelta me curó de espanto: jamás volveré a pensar que en La Laguna hay algo que quede lejos.