domingo, mayo 31, 2015

El futbolista increíble














Al escribir la inverosímil historia de este futbolista debo recordar que se le veía muchísima clase desde que tenía cerca de diez años. O tal vez menos. En torneos diferentes, jugaba para un equipo de su barrio y otro de la escuela ubicada también en su barrio, así que en la semana solía despachar al menos dos partidos oficiales. Varias veces salió campeón con sus equipos y otras tantas quedó en segundo o tercer lugar en la gráfica de goleadores. Lo que pocos veían era lo otro, eso otro que en las jerarquías menores no tenía monitoreo y por tanto pasaba casi inadvertido: era el líder pasador, por mucho. Sus asistencias para gol duplicaban, al menos duplicaban, las de su rival más cercano, de manera que ése, y no anotar, era su fuerte.
Como todo buen pasador, como todo buen ordenador del juego, como todo buen “arquitecto” de la ofensiva, era inteligente, muy inteligente y sereno. En la escuela no era de los menos adelantados, pues jamás bajó del 9. Tenía notable habilidad para las matemáticas y quería, por eso, ser ingeniero; futbolista e ingeniero, en este orden.
Los pasadores como él no son lo más visible en las categorías pequeñas, así que nadie vio en su infantil destreza que se trataba de un fenómeno. Eso se hizo más evidente en la secundaria, cuando de niño pegó el estirón y fue a parar, apenas adolescente, en el 1,83 de estatura. Más alto que sus compañeros, algunos pensaron que iba para defensor central, pero erraron el augurio: la estatura no lo entorpeció. Al contrario, al hacerse más evidente su presencia en el terreno se hizo más visible, a la par, su desempeño: fue entonces que surgieron las primeras comparaciones. Ese chico era una mezcla nada despreciable de Zidane con Riquelme. También altos, aparentemente dotados sólo para el choque o el cabeceo, el francés y el argentino habían demostrado que el tamaño no les estorbaba para jugar como artistas: gracias a que tenían la cabeza más arriba que los demás, dominaban siempre las situaciones del partido, casi como si realizaran un mapeo permanente. Junto con esa elevación de la mirada, junto con esos ojos de jugador omnisciente, tenían los pies educados para hacer arte, gambetas, túneles, sombreritos, ruletas, tacos, pases insólitos, todo con soltura de bailarín.
Embarneció, pues, y ciertos adultos comenzaron a seguirlo. Lo orientaron y fue a caer en la cantera del club profesional de su tierra, al que siempre adhirió. Allí mantuvo su lucimiento como pasador e incrementó la cuota de goles a la que estaba acostumbrado. No pasó mucho tiempo para que lo colaran a las reservas del primer equipo, y menos tiempo pasó para que a los 17 debutara en primera.
Todo fue que le dieran esa oportunidad para que demostrara su función de cerebro en el equipo. Desde el primer partido repartió pases acertados por toda la cancha, casi como un engrane que se conecta con toda la maquinaria. Anoto varios goles, pero lo suyo eran las asistencias. Tenía tan afinada la obsesión de pasar que algunas veces pudo rematar y no lo hizo: su desprendimiento era absoluto, tan grande que hasta rechazaba el tiro de penales.
No fue casual, por ello, que de alguna forma consiguiera tres veces seguidas el campeonato de goleo. No para él, claro, sino para su centro delantero. A él le agradaba llevarse el título de asistencias, lanzar los pases, poner los goles en bandeja, compartir todo el futbol que brotaba de sus empeines.
Las ofertas por su fichaje a otros equipos comenzaron a llover. Los dueños de su carta resistieron los cañonazos hasta que los ambiciosos clubes de la capital pusieron sobre la mesa una suma con muchísmos ceros. Entonces su club tomó la decisión: venderlo. Los aficionados reclamaron, pero era inevitable y todos lo sabían. Ocurrió entonces algo insólito: el gran pasador, el gran símbolo del equipo se negó a salir. Argumentó algunas tonterías, se disculpó con los directivos, y dijo en resumen que él no se iba, que siempre había querido jugar aquí y que su sueldo era suficiente —más de lo que nunca hubiera imaginado—para mantener a raya sus necesidades. A los 23 años, explicó además que prefería el retiro antes que firmar con otro equipo.
Los dueños de su carta le reclamaron, trataron de convencerlo, de picarle por el lado de los lujos a los que podía acceder si se iba. Él se sostuvo: dijo que prefería el retiro en vez de representar a otros colores. Sin remedio, sus directivos aceptaron la decisión y lo recontrataron. Incluso le bajaron el sueldo para ver si con eso se enojaba y accedía a dejarse vender. No pasó nada. Él siguió jugando de lujo, siguió con sus pases magistrales y siguió con sus nada escasos goles.
Por más de una razón justificó su apodo: El futbolista increíble.