sábado, mayo 23, 2015

Cortázar y la "mecánica de chicle"
























Un campesino me describió la situación con esta metáfora: “Los que se van del rancho son como las sandías: crecen más allá de donde los plantan, pero no se despegan del origen”. Asombra la sencillez de la imagen porque describe a la perfección lo que frecuentemente pasa con quienes se van: que por más tierra o agua que pongan de por medio, se llevan la atmósfera de la niñez y la juventud adherida como un fantasma en el alma, y jamás terminan por desprenderse.
Entre los escritores hay muchos ejemplos de distanciamiento forzado o voluntario. Uno de los más famosos es el de Cortázar, quien luego de nacer, casi por accidente, en Bélgica (1914), pasó de niño a su espiritualmente natal Argentina. En Banfield, un suburbio del llamado Gran Buenos Aires, transcurrió su decisiva juventud y allí comenzó el largo camino que décadas después lo llevaría a convertirse en uno de los protagonistas de la literatura mundial.
En Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar (Seix Barral, 2013), el escritor y periodista Diego Tomasi (Morón, 1982) rastrea el pasado del autor de Rayuela entre las calles, las amistades y los oficios que luego, cuando tomó la decisión de brincar definitivamente el Atlántico, alimentarían su nostalgia y sus papeles. Se trata entonces de un libro importante en la amplia bibliografía sobre Cortázar, ya que saca a la luz la enorme influencia que la Capital Federal tuvo sobre un autor que pese a su ulterior radicación europea jamás dejó de mirar con gratitud su pasado porteño.
Tomasi escudriña sobre todo en las amistades que sobreviven a Cortázar y en su abundante correspondencia. El trabajo de investigación, ciertamente complicado debido a que entre 1930 y 1950 el inmenso cuentista era un joven absolutamente desconocido, rinde frutos espléndidos, tantos que Tomasi puede incluso calcular los días exactos que Cortázar pasó en Buenos Aires: alrededor de seis mil días, “menos de una cuarta parte de su vida”. Sin embargo, más allá de ese cómputo a todas luces aproximado, apunta: “ese juego matemático es eso. Un juego. Un juego de números que no guarda relación con la enorme influencia que la ciudad ejerció sobre él”.
La gravitación de Buenos Aires en el espíritu de Cortázar tiene que ver directamente con lo desafiante y enriquecedor que fue, a un tiempo, su etapa de formación. La capital fue el primer estímulo de su voraz cosmopolitismo, el sitio donde halló la literatura francesa, el jazz, la pintura, el cine, el aprendizaje de la traducción profesional como trabajo alimenticio, los afectos para siempre.
Tomasi examina cronológicamente los pasos de Cortázar, sus estancias de trabajo en Bolívar, Chivilcoy y Mendoza, su relación con familiares y amistades, el encuentro con Aurora Bernárdez, su contacto con Borges, su trabajo en la Cámara del Libro, su despacho de traductor y en general su relación, entre tersa y áspera, con una ciudad que, sin que él lo sospechara, estaba marcando para siempre su literatura.
Es de suponer que la vivencia europea de Cortázar está mejor documentada que la porteña, pues la fama que construyó en París a partir de los sesenta propició una avalancha de entrevistas, reconocimientos, ensayos y fotografías. Se sabe menos, mucho menos, sobre la andanza cortazareana en el ámbito argentino, el de su juventud. Por ejemplo, sobre la nula relación con su padre. Tomasi la recuerda en un pasaje memorable, cuando Julio Cortázar padre le escribe a su hijo ya adulto y le pide que firme sus textos de prensa con el añadido del segundo nombre. El escritor, distante, le respondió así: “Con mi nombre Julio Cortázar he publicado un libro, y numerosos ensayos en revistas de B.A. Por una simple razón de mantenimiento profesional de mi nombre, sumándose a otra de eufonía que me interesa más que la anterior, no puedo incorporar mi segundo nombre, ni siquiera su inicial”. La inicial a la que se refiere es la “F”, de “Florencio”.
Cortázar tomó la decisión de abandonar Buenos Aires. Se va de allí en octubre de 1951, en barco y despedido por sus cercanos. Lo que siguió fue adueñarse de París, cierto, y comenzar el amplio armado de sus mejores libros. Pero no pudo evitar que los aires de Buenos Aires llegaran hasta su buhardilla y alimentaran sus relatos. La ciudad formativa y rechazada se convirtió entonces en una especie de chispa permanente para encender la nostalgia creativa. Lo expresó en una carta a su amigo Eduardo Jonquières, variante metafórica de la sandía que mencioné al principio: “Irse no es nada. La cosa es darse cuenta que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando”.