miércoles, enero 21, 2015

Cementerio de futuro


En el número más reciente de la revista Nomádica aparece el artículo que traigo a continuación. Como siempre, esa revista sobre medio ambiente, historia y arte ofrece muchos textos y fotogafías de interés.
Una purga de roña en el cuarto de los triques me llevó a reflexionar en el destino de la tecnología obsoleta y en nuestra tecnoglotonería. La revelación de este asunto se dio cuando vi dos gabinetes de computadora (cepeús), dos monitores, dos teclados, un escáner, una impresora, un amasijo de cables y como cuatro ratones (mouses, quiero decir) inhabilitados y listos para convertirse en carne de pepenador. Eran, pues, varios kilos de plástico, vidrio y no sé cuántas tripas más ya rebasados por el futuro, objetos que en 1998, poco más o poco menos, fueron el fabuloso presente de mi cibernética hogareña. Aquel cementerio de cachivaches me llevó a pensar en lo rápido que ahora se nos va el futuro. Basta una década, basta un lustro para que los aparatos que nos hicieron sentir modernos parezcan luego piezas de museo paleontológico. Ver ahora un cepeú, por ejemplo, es contemplar el voraz destino de la tecnología: en muy poco tiempo nos parecen incómodos, feos, mastodónticos, tanto que irradian un deprimente aire de inutilidad. Y pensar, pienso, que esas herramientas alguna no lejana vez fueron anunciadas como lo mejor, como el futuro que nos haría la vida más cómoda. En un lapso cortísimo, ya vemos, se convirtieron en nada, a lo mucho en objetos lamentables que durante algunos años fueron a dormitar en un cuarto de triques hasta que una purga de chácharas inviables los condenó al camión recolector. Ya no hay producto de ese tipo, tecnológico, que no reciba publicidad excesivamente fanfarrona sobre sus virtudes anticipatorias. Todas las computadoras, los coches, los teléfonos y sus afines nacen, según los anuncios, para brindarnos la dicha de que gocemos el futuro hoy. Es una estrategia cliché de los mercadólogos, lo sé, y también sé que ya no reparamos tanto en esa publicidad para comprar los aparatos que requerimos. La simple obsolescencia de los que ya tenemos nos obliga a comprar una versión actualizada. Yo qué más quisiera: si me dieran a elegir, me hubiera quedado con la misma computadora de 1993, pero lo que ocurrió luego es pasmoso: mi PC del 93, un armatoste de seis o siete kilos, un cajón de medio metro cuadrado de tamaño, no tiene la memoria que ahora cabe en un dispositivo portátil usb que pesa no más de veinte gramos y mide lo que una goma de borrar. Imposible, pues, aferrarse a un pasado que no por cercano parece cavernario, remotísimo. La basura tecnológica que ha producido mi consumo de enseres computacionales me lleva a recordar algo en lo que frecuentemente pienso: defenderme, no caer en las garras de una adicción que parece no tener fin y sólo garantiza erogación tras erogación. Es innegable la revolución personal y colectiva provocada por estos aparatos, pero también hay mucho de falaz en sus virtudes. Es cierto: tenemos todos los periódicos del mundo a nuestra disposición, cualquiera con un click puede acceder (no accesar) a ellos, pero si nos fijamos con atención, los diarios, los buenos diarios, no son el pan habitual de los cibernautas. Tenemos cientos de páginas con libros a merced, gratuitos, muchos de ellos pirateados, pero con todo y eso la gente no lee (antes, la escusa se relacionaba con el precio de los libros; ahora, con el disgusto y la incomodidad de leer “en la pantalla”). Ni caso tiene hablar sobre el uso generalizado de la computadora y su más pudiente y maravilloso engendro, el internet; todos sabemos cómo, en qué, para qué se usan esos monstruos. La tecnología es bienvenida, negarla es obtuso, pero también admitirla a ciegas, consumirla sin discrimen y sólo para el hedonismo y la estulticia, lejos de ser liberador, nos ata, “coloniza nuestra subjetividad” (como dice José Pablo Feinmann sobre los medios en general) y nos mantiene haciendo que suenen las máquinas registradoras de marcas a las que no les preocupa en verdad nuestro bienestar presente o futuro. La mejor prueba de que el porvenir no habita los aparatos en sí es el montón de plástico, cables y chips que eché a la basura cuando el futuro que simbolizaron se convirtió en pasado, en polvo, en nada. Todo en una simple y veloz década.