miércoles, septiembre 24, 2014

Animales y precaución













Caminaba con mis hijas en la plaza del Eco, era sábado 5 de abril de 2014 y en el área de juegos infantiles había muchas familias. A contramano, en una esquina, un joven como de veinte años avanzaba con un perro atado a su correa. Era uno de esos perros chaparros, chatos y fortachones que uno suele asociar con la bravura, con el combate y las apuestas en escenarios prohibidos. Por mera precaución, traté de alejarme y alejar a mis pequeñas, pues por curiosidad o instinto el perro tiró hacia nosotros sin ladrar. El joven, con el brazo y la correa tirantes, me miró y me dijo “no hace nada”. Farfullé dos o tres palabras de inquietud y seguí adelante con mis hijas, quienes después me oyeron una explicación acerca de la imprudencia de cargar con esos animales intimidatorios en un lugar tan concurrido.
Una vuelta después vi un tumulto en el área de juegos. Pensé en un accidente, la caída de algún niño del resbaladero o un golpe en los columpios. Era algo peor, como me reseñó una señora azorada en la muchedumbre: el perro que ya sabemos se zafó de la correa y se fue directo, con todo el poder de sus mandíbulas, contra una niña como de seis años. Según la narradora, el animal dio simplemente el jalón, de golpe, sin que su dueño pudiera reaccionar tan pronto. El perro mordió en la cintura a la niña, la apresó perfectamente, mientras un hombre grande (quizá el abuelo de la pequeña) acudió en su ayuda. Sin medir el riesgo, movido también por un instinto de defensa, el hombre metió las dos manos a las mandíbulas del perro, hizo fuerza, y trató de destrabarlas. En eso llegó también el dueño de la bestia, le dio órdenes y la tomó del cuello, sin éxito. Al fin, el perro soltó a la niña pero pasó ahora a lanzar colmillazos hacia las manos del hombre hasta que el joven pudo retirar al animal y sujetarlo con la correa.
Lo que vino poco después fue lo previsible. Atención inmediata a la niña sobre una mesa del área de juegos, trapos y servilletas bañados en sangre, mucha tensión, pues la pequeña temblaba de dolor y espanto. El joven fue rodeado por muchos padres de familia, quienes le hacían, airados, los reclamos y las preguntas obligadas acerca de vacunas y demás. Algunos le decían que no iban a dejarlo retirarse hasta que llegara la autoridad, y en efecto lo mantuvieron bajo una improvisada custodia mientras, en otro punto de la zona, varias mujeres y un doctor que andaba por allí procedían con los primeros auxilios a la agredida.
No soy de asomarme a los desaguisados callejeros, pero esa vez el percance estaba literalmente frente a mí y poco antes de ocurrido, pensé, una de mis hijas pudo ser el blanco del ataque. Sentí un gran malestar y me acerqué al muchacho, quien esperaba silencioso, impotente, acariciando las cerdas de su perro, la llegada de la autoridad. Le dije lo primero que me nació en la irritación: “¿No hace nada? Qué imprudencia traer ese animal a este lugar, ¿qué no ves que hay niños?”. Mis hijas y otras personas oyeron ese reclamo. El joven no dijo nada, sólo agachó la cabeza. Pasaron varios minutos de tensión en espera de la policía y la ambulancia que al llegar atendió directamente a la niña sobre el vehículo.
Mis hijas habían sido testigos de toda la situación, y por eso me sentí obligado a buscar una explicación sensata y civilizada. Les comenté lo que creo desde siempre: que los animales deben ser elegidos como mascotas en función de muchas factores, uno de ellos su peligrosidad. En el caso de lo que vimos el perro había sido el menos culpable de la situación, pues en ningún caso se movió por su voluntad, sino por su instinto. El responsable del daño físico y psicológico a la niña (un daño que conozco bien porque fui mordido en mi infancia por un perro que jamás olvidaré) fue el joven. Primero, por elegir un animal que de manera natural tiende a atacar, y, segundo, por pasearlo sin la precaución adecuada en una zona atestada de niños.
Cierto, concluí, que todos tenemos derecho a elegir libremente el animal de nuestro agrado, o a no elegir ninguno, pero también es cierto que no podemos adoptar así nomás aquellos animales en los que aumenta notablemente el riesgo de ataques fortuitos. Si la elección es ésa, como en el caso del joven que aquel sábado viajó en una patrulla, no queda otra que agudizar la vigilancia y los controles, usar doble correa o bozal. De no hacerlo, el goce de tener un animal puede derivar en tragedia.