miércoles, julio 16, 2014

Miedo cerval: de la pena y la flor*
























El título de este libro es una frase lexicalizada. Cuando sentimos que el horror, cualquier horror, se aproxima, cuando sospechamos que está cerca una amenaza, nos invade el “miedo cerval”. Es, digamos, un miedo extremo, un miedo que nos lleva a abrir inmensamente los ojos, a detener la respiración y a preparar la huida. La frase se forma, claro, con el adjetivo “cerval”  con el que nos referimos a los ciervos o venados, animales que, como lo hemos visto en muchos documentales, mientras pastan no dejan de levantar la cabeza y abrir mucho los ojos, siempre en espera de agresiones.
Miedo cerval, poemario de Aleida Belem Salazar (Torreón, Coahuila, 1989), refleja ese sentimiento, el del miedo, y otro que comentaré más adelante. Quizá debo enmendar: no es tanto el miedo sino la desolación, o en todo caso el miedo fijo, atornillado al alma, que conduce a la desolación. Sea el sentimiento que sea, el caso es que los versos de este pequeño libro exploran con un fósforo un depósito de dinamita. Esta metáfora, creo, calza bien al libro: no hay página en la que uno no sienta la inminencia de una explosión, el estallido a punto de consumarse.
¿De dónde proviene esto? Lo asombroso es que su origen está en una joven poeta lagunera. Asombra porque a su corta edad, la edad de Aleida, los versos suelen salir, en general, impregnados por una luz más clara. No es frecuente hallar que un poeta alcance una madurez expresiva tan potente sino hasta después, luego de que se han dominado ciertas estrategias de escritura.
Aleida Belem Salazar reúne entonces dos virtudes: sabe qué siente y sabe exponer lo que siente, de suerte que su escritura nos arrima al peligro de una llama, como ya dije, en un sitio donde abunda la pólvora. Avanzamos pues junto a ella por los pasadizos de este poemario con angustia, con miedo cerval, con una sensación de temor que en más de un verso nos apabulla. Lo asombroso, lo increíble más bien, es que su autora, pese a su juventud, ha sido capaz de movernos por allí a pura fuerza de palabras, casi como si se tratara de una escritora con largo camino recorrido.
En Miedo cerval no hay zona de confort. Desde que abrimos la puerta (eso es etimológicamente la portada de un libro) nos hallamos frente al desgarramiento interior. Nada de preámbulos: “Todos los asmáticos conocemos la cara de la muerte”, dice para abrir boca. Y de allí en adelante los poemas fluyen entre lo negro y lo rojo, todo con una intensidad que recuerda, al menos me lo recuerda a mí, a la argentina Pizarnik y a nuestra Enriqueta, poetas que asimismo asociamos con la precocidad del vigor expresivo.
Dividido en cinco relampagueantes estancias que en sus títulos delatan el registro en el que se mueve Aleida (“Síntomas, enfermedades”, “Pecho, corazón”, “Infancia, cicatriz”, “Tropiezos, soledad” y “Futuro, anterioridad”), Miedo cerval finca su mérito en la claridad y limpieza de la forma y en la sinceridad del fondo. Por ejemplo, en el momento I del poema “Breve repaso de los acontecimientos”:

ellos preguntan
qué tomó
ellos dicen
abrirá los ojos en unas horas
hay una madre que se pregunta por qué
en singular
ya no es ellos
hay una madre que se culpa
en singular
hay una hija en una camilla y una
madre que siempre va a preguntarse
por qué

Insisto que pese a la brevedad de los poemas, parece expandirlos el ímpetu con el que fueron escritos. Creo, o al menos intuyo, por qué ocurre esto: por una suerte de identificación. Muchos de alguna forma somos y estamos en estos versos: seres quebrados, lastimados, aturdidos, náufragos en la inmediatez del día tras día, pasajeros del mismo camión y del mismo taxi:

Perdí la cuenta de todas las veces que lloré
en un transporte público
He llorado todas las palabras que no pude decir
He llorado todas las lágrimas
los silencios y las palabras que me dijeron
Lo he llorado tanto y muy bien
que nadie nunca lo notó
He llorado en cada autobús por cada
decepción que me gané
por cada hombre que pensé amar pero
no me amó.
Los autobuses son la casa del llanto
que más me sé a ciegas.
Pero no contaré las veces que he
llorado en los taxis
los taxis son otro poema
son mi herida amarilla alojada en mi espalda.

Es notable, en suma, la frontalidad emocional con la que han sido urdidos estos poemas. El miedo y todos los sentimientos adláteres (como el dolor y la soledad, por ejemplo) están aquí sin embozo, descarnados, expuestos sobre el blanco de la página. No es labor de la crítica indagar qué tan cercanos o tan lejanos están los versos de la vivencia real. Sin embargo, si están cerca de la vivencia de la poeta quiero resaltar lo que prometí mencionar en el arranque de este comentario: no alegra en este caso, por supuesto, que el escritor sufra para que luego nos dé un producto artístico. Sería preferible que no existiera el arte si eso hiciera posible que el ser humano, todo ser humano, estuviera lejos de la desdicha en cualquier grado. Pero eso resulta imposible, es obvio. En distintos grados, los hombres estamos aquí para batallar, para sufrir (sin que esto quiera sonar telenovelero), para nadar tarde o temprano en contra de la corriente. La mayoría padece, llora, se desgarra interiormente, pero sólo una minoría tiene la fuerza para convertir en arte la violencia de la adversidad. Como dice Atahualpa Yupanqui en “El aromo”, una de sus milongas:

En ese rajón, el árbol
nació por su mala estrella.
Y en vez de morirse triste
se hace flores de sus penas...

Miedo cerval es por todo, además de un libro excepcional en términos estrictamente literarios, un testimonio de que el artista genuino suele hacer, como el aromo de Yupanqui, flores de sus penas.

*Texto leído en la presentación de Miedo cerval celebrada el 2 de julio de 2014 en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez. Participamos la autora, Ruth Castro y yo. Miedo cerval, Aleida Belem Salazar, Luma, Zurich, 2014, 58 pp, número 86 del proyecto "1000 books by 1000 poets". Edición de Alexandra Siegrist.