sábado, febrero 22, 2014

Elogio del elogio















Creo que las palabras le pertenecen a don Rubén Bonifaz Nuño y creo que las conocí por medio de Gilberto Prado Galán, quien a su vez las supo gracias al escritor cubano Alejandro González Acosta: cuentan que en una ceremonia de reconocimiento alguien pronunció un discurso de elogio sobre la figura de Bonifaz con Bonifaz allí presente. Al concluir, el poeta y traductor veracruzano comenzó su agradecimiento con la frase inmortal: "Gracias por estos elogios, desmesurados pero justos". Lo dijo riendo, claro, como paradójica ocurrencia, como risueño autoapapacho.
La escena me lleva a pensar en el problema del elogio dentro de la vida artística, particularmente en la literaria. Le digo problema porque lo es, ya que en general es mal visto que alguien propine elogios y más mal visto es, o al menos visto con suspicacia, que alguien los reciba y en lugar de sonrojarse se muestre complacido.
El elogio despierta sospechas porque siempre que elogiamos queda volando el apriori de la amistad o el interés. "Ah, lo elogia porque es su cuate", pensamos; o "Ah, lo elogia porque es el que le invita las cervezas". No hay pues elogio que pase limpio como eso y nada más, como reconocimiento sincero al trabajo de alguien, más allá de que ese alguien sea camarada o lance las chelas cada fin de semana. Cabe aclarar que los elogios tienen su proporción, y a esos me estoy refiriendo. Si digo, por ejemplo, que el joven poeta municipal ya está a punto de ser Pessoa, o que la novela de la señora fulana está al nivel de Madame Bovary, caigo no en el elogio, sino en el disparate.
Hace años, cuando yo tenía la mitad de la vida que tengo ahora, y armado cuchilleramente con el ímpetu propio de esa etapa postpuberta, pensaba que sólo merecían elogio a) Los escritores encumbrados, aquellos que eran el pasto de la crítica más sesuda; y b) Los cuates o mis cercanos que a mi atrabancado juicio no se chupaban el dedo. A todos los demás había que desterrarlos del Olimpo.
Hoy veo este rollo de manera muy distinta. Sigo queriendo elogiar a los a) y los b), pero también me conmueven los artistas locales acaso ingenuos, esos que sin formación de grandes ligas y sin aspavientos intentan algo. Los he visto y leído. Sus textos reflejan un previsible candor, pero aun en esos casos asoma la voluntad de crear. Quizá no los elogiaría en público, pero tampoco los deturparía con el avieso propósito de hacerlos mole. Antes de intentar eso, primero me preguntaría para qué. ¿Para evitar que manchen la Gran Literatura?  ¿Para que no se la crean? ¿Hacen realmente daño a las sacrosantas letras? Segundo, ¿no tenemos todos el legítimo derecho de expresarnos aunque nuestras herramientas sean precarias? ¿Es mejor ese viejito viendo tele o intentando describir el huizache más bonito de su pueblo con un soneto maltrecho? Detrás del afán por desterrarlos del Parnaso hay una profunda mirada inquisitorial, un insensato deseo de encender hogueras para que no cunda la herejía de escribir mal.
He aprendido además que mientras avanza la carreta artística los melones se acomodan solos. Ahora prefiero que los melones inmaduros sigan allí, gozando los mismos derechos que los jugosos. Por eso me conmocioné hasta lindar con la alegría durante aquel encuentro de escritores en el que, en efecto, leyeron muchos incipientes y hubo algo de tedio. Traté de escucharlos a todos, pese a que muchos eran increíblemente principiantes. Leyó poemas amorosos, incluso, un joven poeta con síndrome de Down, y no salí de mi asombro cuando vi leer a un hombre de avanzada edad, bajito de estatura, delgado, calvo, moreno y a todas luces nervioso; tuve la suerte de estar cerca de otro escritor de esa localidad, a quien le pregunté por el viejito: "Es sastre, pero hace intentos por escribir", me dijo.
Pensé luego: ¿qué derecho tendría yo para negarme a que ese hombre lea en un encuentro de escritores? Ninguno. ¿Aquello era un encuentro de "escritores buenos" o de escritores a secas? Tuve la certeza de que en ese afán de ser terribles, malditos y a veces ridículamente afectados y ensoberbecidos, los escritores terminan siendo risibles Torquemadas.
A ese hombre le dedicaría un solo elogio: alentarlo para que siga escribiendo. Hoy no se me ocurre mejor camino.