miércoles, enero 22, 2014

Con la jaulita al hombro




















“¿Te pasó eso?” es una de las preguntas cliché planteadas al narrador e incluso al poeta que deja ver demasiado, al escribir, las costuras de su experiencia personal. Al lector le interesa saber, sí o sí, qué tan cerca estuvo el autor de lo contado, si aquello que está en las páginas es parte de su biografía o “lo inventó” flagrantemente. Para el autor es lo de menos, más si lo suyo es el texto que tira hacia lo fantástico, hacia lo irreal, aunque también en estos casos puede colarse una sutil autobiografía. Pero no sé por qué al lector le agrada comprobar que las aventuras albergadas en un relato fueron en efecto vividas por quien las contó.
El escritor, como quien sea, habla (y principalmente escribe) a partir de su experiencia, y no puede ser de otra manera. Claro que no me refiero sólo a los referentes visibles en el relato, sino a lo más íntimo, a lo más personal. Es decir, si un alemán, por ejemplo, cuenta la historia de un narco, no es suficiente que pueble su relato de trocas Lobo, canciones del Komander, botellas de Buchanan’s y otros adornos similares, sino que de veras atraviese  la atmósfera espiritual, valga el adjetivo, de ese excrementicio universo. La verosimilitud requiere pues de una escalera grande y otra chiquita.
Quiera o no, el escritor, mientras vive, va captando temas, ambientes, tipos humanos, sueños, libros y formas de pensar propias y ajenas. Esos son los insumos que luego servirán para fraguar la obra propia, y sólo de su talento depende si logra aprovechar tal experiencia o ésta queda, digamos, desperdiciada, recluida en su ser. Da lo mismo si es un hombre de acción o un contemplativo: toda experiencia es viable para hacer literatura.
El cuento de Borges que más me gusta, “El Sur”, supuestamente nació de un accidente real del autor, quien luego pasó a ser Juan Dahlmann, el protagonista. En alguna entrevista Vargas Llosa declaró que para escribir La guerra del fin del mundo, esa novela monstruo, tuvo que asentarse durante buen rato en la zona de Brasil donde trascurre su historia. Alejo Carpentier atribuye a un viaje a Haití su noción de lo real-maravilloso y la escritura de El reino de este mundo. El apando obedece al encarcelamiento en Lecumberri de José Revueltas. Y así un larguísimo etcétera que nos confirmaría la relación visceral que hay entre experiencia y obra.
No significa esto, sin embargo, que pasar unos meses en Pernambuco o ser apandado un par de años en Lecumberri vayan a tener como grata consecuencia dos novelas. Eso se comprueba con los tíos que en la sobremesa nos cuentan aventuras inauditas, maravillosas y condenadas a quedarse allí, pues tener mucho qué contar no es suficiente.
Por todo esto siempre he creído, y creo que creo bien en este caso, que el escritor es una especie de cazador que en todas partes se presenta con una jaulita al hombro. Esté donde esté, haga lo que haga, platique con quien platique, fracase en lo que fracase, toda experiencia es presa digna de ser atrapada. Luego se verá si la pieza es de valor o no, cuando se convierta en cuento, en novela, en poema, en algo.