sábado, diciembre 21, 2013

Libros aborrecidos















El título de esta entrega es deliberadamente exagerado y por lo tanto escandaloso. Sólo busca, entonces, llamar la atención, pues tratará sobre un asunto que interesa a un segmento minúsculo de lectores. No sé si alguna vez usted se ha preguntado sobre los libros que los escritores suelen apreciar en menor grado. Por supuesto que en este caso, como en todos, el disgusto se rompe en géneros, pero ocurre con frecuencia que los libros que más incomodan al escritor son los propios.
Sí, aunque usted no lo crea, es raro que un escritor no guarde con sus libros una relación de amor/odio en la que predomina lo segundo de manera, a veces, apabullante. Se dan casos, obvio, de enamoramiento narcisista fundamentado en el caradurismo, en el superávit de autoestima o en las obligaciones mercadológicas cuando es necesario que el autor hable bien de su hijo bibliográfico con el fin de excitar las ventas. Lo común, sin embargo, es mantener siempre con el libro propio una especie de distanciamiento, una reserva muy parecida a la vergüenza o de plano a la negación.
Creo saber, o al menos intuir, a qué se debe esa vinculación de suyo áspera entre el escritor y sus libros. Todo buen escritor, sospecho, es o debe ser primero un buen lector. O más: un extraordinario lector. Pero no se asusten: eso, en países como el nuestro, no es la gran cosa. Ser un “extraordinario lector” en México significa casi simplemente saber leer, o leer al año unos cinco o seis libros. Por eso el adjetivo “extraordinario” amerita alguna precisión: un escritor debe ser un lector fuera de serie no sólo por la cantidad de libros que lee, sino por los libros que escoge y, sobre todo, por el modo en que los lee.
No importa tanto leer muchos libros, ni que los libros sean todos de la Divina Comedia para arriba, sino la actitud que el escritor asume frente al texto. Un escritor problematiza su lectura, escarba, indaga, revuelca los párrafos, reelabora en su mente las ideas, celebra un adjetivo inusitado como si fuera el hallazgo de un diamante. Cuando encuentra, entonces, un libro que de manera reiterada le ofrece motivos de deslumbramiento, sabe que está ante una obra cuyo destino es el altar personal. Un escritor es de entrada, por tanto, un hombre que admira, que reconoce a uno, dos, tres, veinte, cuarenta colegas generalmente ya muertos a quienes considera inalcanzables acaso porque los son.
Antes ese hermoso/horrible panorama, ¿qué puede opinar un escritor sobre sus propios libros? Tiene cuatro caminos, a saber: a) Elogiarse irresponsablemente, incluso autorrecomendarse; b) Denigrarse de forma inverosímil, pues todo mundo sabe que detrás del flagelo murmura un vanidoso de clóset; c) Campechanear, decir “mi libro no es la gran cosa, pero por allí esconde dos o tres versos afortunados”; y d) Olvidarse de la obra propia, hacerse el distraído, silbar un bolerito y mirar al otro costado como si no fuera culpable del puñado de páginas que hubiera sido mejor no publicar.