jueves, enero 24, 2013

Poeta de prodigiosa lengua














Hoy me aventé unos cacahuatitos tan horriblemente enchilados que me recordaron dos anécdotas. Las cuento.
Durante muchos años me reuní en Torreón con un grupo de amigos escritores. Me refiero, algunos quizá lo saben, a Saúl Rosales, Gilberto Prado, Gerardo García y otros que por fortuna siguen siendo mis cuates. El día habitual de los encuentros era el sábado, y todo comenzaba desde las cinco de la tarde hasta la medianoche. Dado que esa dinámica duró entre cinco y siete años —poco más o menos, como lo digo en mi prólogo a la segunda edición de Botella al mar, libro que como grupo publicamos hacia 1990—, conservo escritos o todavía en la memoria varios de los momentos que salpicaron tantos sábados.
Nos reuníamos y por supuesto siempre hacíamos la lucha para que no faltara una buena dotación de cerveza, botana, cigarros y algo de cena un tanto más consistente, como hamburguesas o tacos. Teníamos una población estable en ese grupo, pero reunión tras reunión alguien convidaba a lo que luego definimos como “población  flotante”, conformada por conocidos que sólo asistían a una o a dos o a tres reuniones, lo que dependía de su tolerancia al aburrimiento literario. En una de las sesiones alguien convidó a un sujeto que llegó con una pequeña bolsa. Dijo, lo recuerdo, que eran “jamoncillos”, o sea, dulces de leche cortados en cuadritos. A nadie le interesaba comer golosinas, pero bueno, el tipo llevó eso y a media reunión lo colocó en un platito. Pasó un rato antes de que otro de los esporádicos invitados estirara la mano, tomara un delicioso jamoncillo y se lo llevara a la boca así, de golpe, como si se arrojara una aceituna. Alcanzó a darle dos masticadas y lo escupió de inmediato. Todos quedamos sorprendidos por el exabrupto, mientras el invitado que llevó los "dulces" soltó una carcajada intrigante. Se trataba de una broma: los jamoncillos eran en realidad trocitos de jabón del llamado “cortadura”, como el de la epifánica marca “Jabón Zote” que sirve para lavar ropa. Al recibir la explicación ahogada en risa, la víctima se limpiaba la lengua con el envés de la mano y seguía escupiendo. Fue inevitable la risa de los demás, hasta que el devorador de jamoncillos dijo esta frase en injusto plural:
—¡Hijos de puta!
Pensé que iba a ser la única anécdota relacionada con comida al interior del grupo literario, pero no. Unos años después, otro sábado cualquiera y en casa de Gilberto Prado Galán, nos reunimos como siempre. Todos solíamos llegar uno tras otro, de suerte que pasado un tiempo luego de la hora acordada ya estaba en pleno toda la concurrencia esperada. Pues bien, no recuerdo quién llegó con una bolsa de frituras marca Sabritas. Apenas entró, nos dijo que las había comprado a un señor que vendía bromas para fiestas. Las papitas, por tanto, contenían lajas de papa, pero entera y extraoficialmente cubiertas por un polvo de chile criminal, del más picoso, como piquín molido. Eran papas, pero tenían un color parecido al de los Cheetos, ojetísimo. Nuestro amigo nos aclaró que esas papas eran intragables y las pondría en la mesa cuando llegara el último de los comensales, un poeta que demoró en integrarse al convivio. Poco tiempo después, el poeta llegó, tomó una cerveza y se sumó a la conversación, pero advirtió que sólo podría acompañarnos media hora. Luego, como si no pasara nada, el malévolo comprador de las papas abrió la bolsita delante de todos y vació el contenido en un plato que colocó encima de la pequeña mesa rodeada de sillones. Entonces fue cuando vimos aquellas frituras amenazantes, aunque seguimos conversando desenfadadamente, como si nada. Nadie hizo el menor intento por alcanzar una papa y probarla, pues esperábamos que el poeta tomara tal iniciativa. Eso ocurrió poco después. Se inclinó hacia la mesa, tomó una papita y la llevó a su boca. Comenzó a masticarla y de reojo vimos que hizo un gesto raro, le dio un trago a su cerveza y se la pasó. Sin decir nada, comenzó a sudar y a producir los resoplidos típicos del enchilado. Pensamos que iba a decir algo, a estallar, cuando menos a opinar sobre esa cosa horrible que había transitado por su paladar, pero no, no dijo ni maldito pío. Al contrario, tomó otra papa y repitió la ingesta. Bebió de nuevo su cerveza y resopló. Los demás no sabíamos si seguir callados o explotar de risa, pero al final optamos por lo primero. Mientras seguíamos fingiendo una amena charla literaria, el poeta siguió con el trámite hasta que, martirizado y todo, acabó con las papas. Luego, con soplidos para adentro y para afuera se disculpó y comenzó el ritual de su despedida. Apenas salió, comenzamos a reír y a conversar sobre el fenómeno. Las abominables papas no pudieron contra el poeta, concluimos, un poeta cuya lengua resultó más poderosa que cualquier chile proveniente del infierno.