Entre
los libros menos famosos de Schopenhauer hay uno cuyo título no parece de
Schopenhauer, sino de Gaby Vargas: El
arte de bien vivir. Pero aguas: no nos vayamos con la finta de este título
que hoy leemos prejuiciados como estamos por los libros de autoayuda. Es
Schopenahuer, así que no se trata de alimento hipocalórico.
De
mis recuerdos más duraderos sobre sus páginas (mi edición es Argentina, de
1957, y la leí allá por el ochenta y tantos) está una idea que jamás aprendí
bien, la que aquí cito:
“Los
únicos males futuros que deben, con razón, alarmarnos, son aquellos cuya
llegada y cuyo momento son seguros. Pero hay muy pocos que se encuentran en
este caso, porque los males son: o simplemente posibles o a lo sumo
verosímiles, o bien son ciertos, pero es dudosa la época de su llegada. Si uno
se preocupa de las dos especies de desgracia, no se tiene ya un solo momento de
reposo. Por consiguiente, a fin de no perder la tranquilidad de nuestra vida
por males cuya existencia o cuya época son indecisos, debemos habituarnos a
considerar los unos como si nunca debiesen suceder, y los otros, como si no
debiesen ocurrir con seguridad inmediatamente”.
¿Qué
hago entonces? Confieso que, aunque lo niegue y me lo niegue, siempre estoy
pensando en la muerte. No tanto con miedo, sino con inquietud de pasajero que
espera la llegada de ese tren sin tener listo el equipaje. En otras palabras,
no temo a la muerte, sólo temo que me agarre a medio cocer, sin consumar todas
las tareas que tengo archivadas en la cabeza con el fosforescente post-it de “pendientes”. Ahora
bien, ¿cuándo terminan los pendientes de una vida literaria? Sé, porque lo he
visto, que entre los escritores, y supongo que entre los artistas en general, suele
incrementarse el número de obras en potencia, de trabajo para el futuro a
medida que se transita el tramo del envejecimiento. Es decir, que lejos de amainar, la
cantidad de chamba posible crece con el tiempo, de ahí que jamás alcance la vida para
desahogar todo lo pendiente. Esta es la razón por la que, tras la partida de un
escritor, sus archivos suelan quedar tristemente repletos de notas, borradores,
proyectos y demás obras inacabadas o incluso en mero estatus de embrión.
Fuera
del apremio ante mi finitud, fuera de esa terca incertidumbre, poco me acongoja
a grados de nocaut. En resumen, la muerte está bien asumida por este corazón
lagunero; lo que apachurra el ánimo es seguir acumulando tareas y proyectos que
luego, cuando de plano sean irrealizables, impregnen de desdicha el último
suspiro.