viernes, octubre 26, 2012

Vuelven los cardencheros al mezquite














Durante años he sostenido un enconado debate contra mí mismo para convencerme de que es cierta, o al menos aproximadamente cierta, esta afirmación: el cardenche es algo así como canto gregoriano bajo el mezquite lagunero. Pese a la cautela con la que ahora expongo esta comparación, no faltará quien me juzgue hiperbólico. No importa: creo, luego de pensarlo muchas veces, que en esencia nuestro cardenche es gregoriano con resolana y polvo, con sotol y gorro de paja. Los temas, las tesituras, los motivos y las épocas son otros, pero juntar voces y colocarlas en una misma letra sin pizca de acompañamiento musical, jugando siempre con los matices que la garganta crea, es lo que caracteriza al prestigiado gregoriano, y, toda proporción asumida, a nuestro humilde y querido cardenche.
En un mundo que privilegia expresiones culturales que provienen de sociedades materialmente dominantes, la norteamericana en primer término, es muy difícil que sobrevivan, o destaquen al menos, las manifestaciones artísticas locales. Poco a poco, todo o casi todo es desplazado a una periferia de sombras, y aunque hay resistencias y saludables inercias en las culturas minoritarias, el tiempo va aplastando, homogeneizando, sofocando la diversidad, el rasgo distinto, las formas culturales específicas de una región o un grupo.
En este sentido, el cardenche ha vivido durante años bajo la amenaza de su extinción u oculto tras las cortinas del ninguneo. La explicación es simple: a este canto le falta la música que sobra en otros géneros. Frente a la ubicuidad de los medios electrónicos que permiten la reproducción de canto aderezado con música estridente y electrónicamente perfecta, o de música barnizada apenas con canto, el cardenche parece indefenso, a merced del mercado y sus filosos colmillos. Es aquí donde entra en juego el trabajo de visibilización, rescate y sostenimiento que pueden emprender los particulares y las instituciones conscientes del valor que tienen las expresiones culturales únicas, más allá de su uso comercial.
El cardenche es una manifestación de este tipo: está solo, en desventaja permanente, aislado en la espinosa corteza de su austeridad. Pero como ciertas plantas, como el mezquite hosco o el pinabete cenizo, algo tiene que se agarra al alma y de allí ya no sale ni a mentadas de madre. Gracias al empeño de algunos pocos hombres (Alfonso Flores, Ernesto González Domene, Paco Cázares y ahora Gerardo García Colmenero, además, claro, de sus cultores directos, el puñadito de tercos laguneros que lo conservan y lo cantan), el cardenche vive y todavía es capaz de comunicarnos la aridez, el dolor, la fe en el beso, el rencor vivo, la tozudez de hombres y mujeres que en un pasado borroso y lleno de silencio forjaron un cigarrito de hoja, abrieron la botella de aguardiente y en la resolana descubrieron un antídoto contra el aburrimiento: el canto de su emoción genuina codificado con versos sencillos, muy sencillos, cocinados en la mera fogata del corazón no para deleite del estudioso o del snob que habitarían el futuro, sino para hacer llevadera la existencia y lograr que esas flores del arte, por precarias que hoy nos parezcan, se abrieran paso en los terrones secos, en la inhospitalidad del entorno, casi en la nada.
Para oír cardenche, por ello, hay que colocarse en otro sitio, salir casi de este mundo y pensar en el silencio del campo lagunero. Hay que ir más allá del siglo XX. Hay que imaginar una tardecita en la que el sol ha bajado pero en la que todavía pica el calor. Hay que pensar en un grupo de cuatro, cinco, seis hombres que después de las faenas en la tierra busca un lugar en el que ha quedado la resolana como obstinado fantasma. Los hombres hacen caminar un trago, comparten el cigarro, y de repente uno, a todo lo que le da la inspiración, recuerda una tonada de velorio, de ésas que sirven para acompañar a los muertos, y cambia los versos a los santos por otros de amor y desprecio dedicados a la mujer, a la tristeza, a la tragedia de la separación, al mal camino de la tomadera, a todo lo que cotidianamente afectó la vida interior de aquel lagunero antiguo y sin mayores entretenciones.
Imaginado eso, no podemos juzgar el canto cardenche desde ninguna preceptiva ni exquisitez artística contemporáneas. La existencia tosca de sus creadores originales generó un arte áspero, un fruto peliagudo (etimológicamente peli-agudo, con pelos de púa, como la cactácea llamada cardenche), ajeno al lujo de la palabra y la composición ortodoxos. Pero en ese ser humilde, desnudo casi de reglas, con una normativa creada nomás para sí mismo, habita la belleza que unos hombres descubrieron casi solos, al puro tanteo, moviendo una verso acá, una estrofa allá, y poniendo más acullá, en el mismísimo ombligo del dolor, la voz “de arrastre” o “marrana” que ya desde su mismo nombre nos anuncia una condición de canto ríspido.
Por esto y más, celebro la cuarta edición de La canción cardenche en su formato de libro y en su trilogía sonora. Cada cuando, en momentos de emoción especial, vuelvo a la sencillez de ese canto, a mi gregoriano, y me emociono como si yo fuera uno más en el grupo sapioricense o jimulquense sentado abajito del mezquite, con los cerros pelones de nuestra huraña geografía allá lejos, con una mujer rejega en la imaginación y un dolor calando en todos los pinches huesos, como en esta pieza.
Para despedir mi participación, dejen nomás leo el poema cardenche que más me gusta (p. 75). Creo que es maravilloso porque ilustra todo lo que acaso no pude ni podré explicar: la economía total de recursos, la búsqueda a tientas de la belleza, la amargura y la necesidad de hallar sentido al destino en medio de la más rigurosa desolación.

Mi madre me dio un consejo

Mi madre me dio un consejo
que no anduviera tomando.
Mi madre me dio la vida
y tú me la estás quitando.

Te quero porque te quero
en mi querer naiden manda,
te quero, prietita linda,
con las entrañas de mi alma.

Quisiera ser pajarillo
para volar e ir a verte,
cortar ramitas de flores
y coronarte tu frente.

Todas las aves del campo
cantan con mucha alegría,
porque te quero, prietita,
te quero de noche y de día.

Qué bonitos ojos tienes,
yo me alegro más en verte,
porque te quero de veras,
en ti me encontré mi suerte.

Comarca Lagunera, 26, octubre y 2012


Nota: Texto leído en la presentación El canto cardenche. Tradición musical de La Laguna, Alfonso Flores (compilador), palabras liminares de Corín Martínez Herrera, Gerardo Iván García Colmenero y Juan Francisco Cázares Ugarte Herrera, Dirección de Culturas Populares, Durango, 2012, 142 pp., celebrada en el Teatro Centauro, de Ciudad Lerdo, Durango, el 26 de octubre de 2012. Hablamos en la mesa el cantante y compositor Nacho Cárdenas, Gerardo Iván García Colmenero y yo. Un apuntito final: en nota de Tania Molina Ramírez (La Jornada, 23, noviembre, 2010), don Lupe Salazar declaró esto que jamás dejará de ser importante para entender el asunto: "El cardo es una cactácea que mide metro, metro y medio, con unas tunitas amarillas o rojas y unas largas y finas espinas cubiertas por un 'cuerito'. Si uno se pincha, el ‘cuerito’ se atora y no quiere salir, describió, en entrevista, Salazar. Duele más cuando la espina sale que cuando entra. ‘Es como el amor, que entra fácil y para salir es difícil’. De ahí el nombre de este canto”.