domingo, abril 24, 2011

Asombro de los libros



En 2001 fui invitado por primera vez como expositor a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Tuve tres actividades en el mismo viaje: participé en una mesa sobre literatura y nuevas generaciones (o algo así), presenté un libro y por último me llevaron a una preparatoria para echar rollo frente a chorrocientos mil alumnos jalisquillos que, para mi sorpresa, sí preguntaban con desenvoltura y hasta ponían en aprietos. Fue un viaje espléndido para mí, por todo.
Recuerdo que para la tercera actividad preparé un choro que a la hora de la hora no leí, o leí sólo en parte, pues dada la disposición del público resultaba más pertinente improvisar. El texto al que me refiero, en su primera versión, llevaba el título que conserva: “Asombro de los libros”, y es el que hoy hospedo en el blog de Ruta Norte. En ese puñadito de párrafos hice una especie de elogio personal, personalísimo, mío nomás, del libro. Conté grosso modo mi relación con él, los años invertidos en su pesquisa y su lectura.
Como todos los escritores que se tienen respeto y algo saben de su talento y sus fuerzas frente al talento y las fuerzas de los antiguos, sé que uno nació, quizá, sólo para lector y de allí pasó a escribir nomás por curiosidad, tedio o cinismo. Con el paso de los años, aunque uno escriba mucho se afina esa certidumbre: tenga los libros que tenga como autor, los verdaderamente importantes son los ajenos, los leídos con admiración, los que en ciertos pasajes de la vida nos acompañaron para darnos todo lo bueno que suelen dar los grandes libros, esos que uno lee sentado o de pie, según la binaria nomenclatura vasconceleana.
Mi vida, pues, desde 1981 más o menos, ha ido llenándose de libros. Comencé con los que describo en el artículo, y así, poco a poco, casi sin freno, edifiqué una biblioteca respetable en los parámetros del lugar donde nací y radico. Si bien he comprado libros en el DF, Guadalajara, Saltillo, Monterrey, Xalapa, Oaxaca, San Luis, Chihuahua, Tijuana, Buenos Aires, Tucumán, Rosario, Madrid, El Paso, Phoenix y otros lugares de México y de fuera, la mayoría de los que tengo han sido hallados aquí, en nuestras magras librerías laguneras. Desde el 80, las he recorrido todas. Comencé con Librolandia (hoy Del Estudiante); compré muchos libros en la De Cristal, recién cerrada; pasé por la Unicornio, antecedente en el TIM de la del FCE; hallé varios en la Del Maestro, en las de usados, en la de la UIA; más recientemente, en las de Gonvill, La Terraza y Gandhi. Creo que cuando afirmo haber comprado libros en La Laguna más bien debo decir “en Torreón”, ya que en Gómez Palacio y Lerdo jamás he hallado nada.
Parte de mi biblioteca es selecta, diría que hasta exquisita. El único fetichismo que me he permitido es el de los libros. No colecciono nada, salvo libros que ostenten algún prestigio o me comuniquen algo como objetos casi talismánicos. Con o sin intención, han llegado a mí algunas joyas, primeras ediciones de libros famosos, libros firmados por autores importantes. Mi libro más antiguo es el hermoso Diccionario de la Academia, tercera edición fechada en 1791 e impresa por el ilustre tipógrafo Joaquín Ibarra y Marín. Mi lista de primeras ediciones incluye Zozobra de López Velarde, Vrbe y Poemas interdictos de Maples Arce, Cuestiones gongorinas de Reyes, Pedro Páramo de Rulfo, La feria de Arreola, Para las seis cuerdas, de Borges; Archipiélago de mujeres de Yáñez, Los relámpagos de agosto de Ibargüengoitia, El reino de este mundo de Carpentier, Historias de cronopios y de famas de Cortázar, y varios más. Entre los que lucen firmas de los autores, presumo con devoto orgullo libros de Borges, de Reyes, de Paz, de Vargas Llosa, de Arreola, de Yáñez, de Nandino y de otros tantos autores todavía vivos, algunos de ellos mis amigos.
No pocas veces he oído que las bibliotecas personales terminan como pitanza de la polilla o en los depósitos de segunda mano luego de que muere quien las organizó. No sé qué vaya a pasar con la mía, pero no importa, aunque lo más probable es que la done. Mis libros, si se desperdigan y se pierden cuando ya no los pueda cuidar más, habrán hecho para entonces su labor: darme muchas horas de alegría y muchos rayos de luz en la espesa e inabarcable oscuridad. Lo único que tengo para ellos son palabras de emoción y agradecimiento. Trato, sin embargo, de no excederme en su elogio, ya ven que siempre suena pedante confesar este tipo de amoríos. Lo cierto es que tengo treinta años buscándolos, leyéndolos, queriéndolos, y nunca me han defraudado, como a continuación trato de expresarlo. Como nota adicional apunto que no he actualizado el texto, salvo en un dato: el del número de libros míos mencionado por allí.

Asombro de los libros

Jaime Muñoz Vargas

Uno de los asombros que nunca me abandona es el de la palabra escrita. Creo que fue a los diez años cuando advertí por primera vez que los signos sobre el papel eran algo más que palabras, mucho más que simples estructuras de tinta sobre la superficie de la hoja. Sin conciencia plena de ese deslumbramiento inaugural, como a los quince años llegaron a mi vida los primeros libros no obligatorios, aquéllos que no eran de texto gratuitos. He olvidado los títulos, pero sé que dichos volúmenes amarillentos tenían un contenido religioso pues mi hermano los había interceptado en un descarte de parroquia y, no sé con qué razón, me los regaló en una caja de galletas Marías. Aquéllos, como ya dije, fueron mis primeros libros no obligatorios, no escolares; eran como veinte o treinta piezas descabaladas, mordidas por los años y todas con páginas color ocre. Recuerdo que los limpié, los pegué, los forré, los ordené y mucho antes de leerlos ya me había enamorado de los libros, de los objetos llamados libros. Así, con la simpleza del azar, empezó mi relación con esos objetos sagrados que hasta la fecha busco y ordeno con la misma emoción infantil que me sobrecoge cuando vuelvo a conseguir alguna novedad editorial.
A mí, pues, me llegó la pasión del libro por una razón menos etérea que material, y tal vez por eso, en mis ratos libres, como caro pasatiempo, me dedico a editar gratis los libros de mis cuates. Junto con la lectura me invadió la ingente necesidad de tener libros. Tan aguda fue durante muchos años esa rara patología que la he comparado con el alcoholismo, una enfermedad incurable, según afirman los folletos y los espots de la organización doble “A”. Estaba en mis 18 años, eso sí lo recuerdo muy bien, cuando se manifestó sin ambages la urgencia de ingresar a las librerías con la misma impaciencia del alcohólico que busca como náufrago el rincón de una cantina. Si pasaba a un lado de la Librería de Cristal, por ejemplo, cedía con harta facilidad a la tentación de entrar. Desde entonces soy especialista en detección de maravillas editoriales, y si de algo puedo presumir ahora es, precisamente, de mis libros. Toda proporción tomada, como Borges puedo afirmar esto: que otros se enorgullezcan de los libros que han escrito; yo, modestamente, me enorgullezco de los que, con ánimo de gambusino, he comprado y leído.
En veinte años[ya treinta en 2011], aislado en la resolana de la comarca lagunera, con apenas cuatro mal surtidas librerías a mi merced, he despreciado otros gastos, no tengo todavía casa liquidada, tengo un coche modesto, pero la inversión en libros nunca ha sido mitigada. Si uno vive en Guadalajara o en el DF, con toda facilidad tiene a su alcance lo viejo y lo nuevo, lo raro y lo conocido. En Torreón, cualquier bibliófilo, cualquier lector apasionado agarra un callo desmesurado para localizar libros de valor en medio de la nada. Eso es, insisto, lo único que puedo presumir: mi olfato de perro para comprar libros, mi curiosa destreza para escarbar en los saldos, para pepenar maravillas de papel. Esa manía pesquisatoria ha provocado que, bajita la mano, mi biblioteca personal cuente a la fecha con cerca de seis mil volúmenes, o tal vez siete mil. No sé realmente para qué demonios quiero tanto libro, pues mi ritmo de lectura y mis preferencias podrían conformarse con una cuarta parte de ese total; para un enfermo de papirofagia, empero, no hay límite de volúmenes, y el que lo dude pude interrogar al maestro Chumacero, dueño él solo de un arsenal que rebasa, según se sabe, los cuarenta mil títulos.*
Por supuesto, la agudeza para husmear en las librerías se afina con el tiempo. Cuando empecé en estos trotes, lo hice sin guía, sin maestro, sin lazarillo que me orientara hacia los buenos autores. Como todos, tenía una visión sacralizada de los clásicos, pero los sentía tan lejanos que preferí dejarlos para más delante. Así comenzaron a llegar, lo recuerdo con precisión, libros de autores jóvenes, casi todos mexicanos. Leí fantasmas, obviamente, escritores que ahora nadie recuerda, pero el azar es dadivoso y me puso enfrente de quienes poco a poco depurarían mis gustos literarios.
La Librería de Cristal ya no es lo que era, por lo menos en Torreón. Hace veinte años, allí fue donde inicié mis primeras compras masivas. No me abandonará nunca el recuerdo de aquel lote de saldos que sobre un mesón exhibía cincuenta o sesenta títulos diferentes de la Serie del Volador, todos baratísimos, tan asequibles que hasta un estudiante sin recursos, como yo, podía adquirirlos. Lo mejor, lo más fresco de la literatura mexicana contemporánea estaba albergado en esos libros; descubrí a Arreola, a Pacheco, a Agustín, a Monterroso, a Ibargüengoitia, a Fuentes, a Elizondo y a tantos otros autores que encontraron en Mortiz, y siguen encontrando, un trampolín hacia el lector. Ése fue, digamos, mi primer deslumbramiento como sabueso de textos literarios.
Luego vino un pasaje de mi vida que no puedo traer a la memoria sin incurrir en el desliz de la emoción. Conocí durante mi etapa de universitario a Saúl Rosales Carrillo, mi maestro, mi amigo hasta la fecha. Gracias a él trabé contacto con la gran literatura de nuestro continente espiritual y con lo mejor de la escuela europea. Por Saúl me endrogué con la obra completa del inmenso Alejo Carpentier, publicada por Siglo XXI. Por Saúl alcancé a ver que la lectura de los cronistas y descubridores era necesaria para entender el arranque de la literatura latinoamericana, y así llegaron a mi vida las Cartas de relación, los Cuatro viajes del Almirante, la Historia verdadera, los Comentarios reales y tantos otros libros que la Sepan cuantos... de Porrúa siempre tenía, como hasta la fecha, a precios cómodos.
Simultáneamente, el Boom llegó a mi vida con todos sus nombres emblemáticos: Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Borges, Sabato, Onetti, Lezama, García Márquez, al indispensable y eternamente relegible Rulfo, y a esas alturas ya no había necesidad de orientación. Con puro instinto o con los mismos libros como caminos hacia otros libros —las entrevistas a los escritores suelen ser muy útiles en este caso—, la suma de autores se agrandó, y con ella el placer de mi lectura. Con aprecio insuperable rememoro esas jornadas junto a Papini, o Schwob, o Zweig, o Nabocov, quienes junto con Cervantes y Quevedo me regalaron mil y una tardes de insuperable ocio.
No lo mencioné adrede, porque he querido que ocupe un lugar especial y por eso lo dejé en el colofón de este sucinto recorrido por mis libros. Leída muy a saltos, dispareja, anárquicamente, a veces sin ton ni son pero siempre fascinado por su esplendidez, la obra de Alfonso Reyes me alegra la existencia desde hace quince años. A él de debo la mesura, el tacto, lo poco bien peinado que pueda encontrarse en mi desgreñada obra. Reyes significa para mí la cúspide, el equilibrio y la desmesura, el autor mexicano en el que debemos abastecernos para centrar bien la pupila y lubricar el engrane productor de obra. Su apertura, su generosidad, su erudición, su totalidad no tienen coto. Por eso, si me preguntaran ahora a quién tengo ganas de leer, diría que a Reyes, siempre a Reyes.
La literatura, en fin, es infinita. No me considero un buen lector, pero sí un buen relector. Las páginas que me han gustado las visito y las revisito cuantas veces me parece necesario. He leído “La intrusa”, por ejemplo, sesenta ocasiones y nunca deja de agradarme. Lo mismo pasa con otros tantos cuentos, con otros tantos poemas, con otros tantos ensayos. El caso es que los libros han sido acompañantes de mi soledad, el único objeto que reconozco como indispensable, así que ustedes ya imaginarán que en ésta mi primera incursión a la FIL me siento, para visitar un viejo lugar común, como chucho en carnicería, largando babas y con el colmillo deseoso de morder.

Comarca Lagunera, 27, noviembre y 2001

*Don Alí Chumacero acaba de morir; luego cuento una anécdota de cuando lo vi en Torreón. Comento aparte que al terminar una de mis participaciones en la FIL 2001 encontré a Gustavo Sáinz y le pregunté cuántos libros albergaba su biblioteca, en realidad una monstruoteca. La cifra que me dio es escalofriante, inaudita, un alarde de bibliomanía inmanejable: “Sesenta mil títulos, y sigo comprando”. Como añadido de 2011, comento lo que seguramente ya sabemos: que Sáinz ha donado su monstruoteca a Coahuila. Ojalá y sea manejada con respeto, bien catalogada y disponible de alguna manera para su consulta. Otro detalle: en los últimos quince años mi biblioteca ha acusado una tenue orientación temática; son muchos, bastantitos ya, los libros que ella acoge de literatura argentina.