domingo, marzo 20, 2011

Carlos Montemayor, humanista



Acepté gustoso el reconocimiento que me hace la comunidad de Ciudad Benito Juárez, Durango, no por el reconocimiento en sí, sino por el nombre que lo enaltece. Recibir una placa que de alguna manera me vincula con la memoria del maestro Carlos Montemayor es uno de los más emotivos y estimulantes espaldarazos que he recibido en mi vida como escritor. Saber, pues, que la presea que hoy me otorgan lleva su nombre me compromete a ser mejor, a mitigar en lo posible mis numerosos defectos y a destacar con toda fuerza mis escasas virtudes, si es que alguna tengo. Me honra, me honra mucho, que la comunidad organizadora de este festejo sea la Casa de la Cultura José Revueltas, de Ciudad Benito Juárez, Durango, y que estén presentes dos invitados que con su sola visita justifican una fiesta: Susana de la Garza, viuda de Carlos Montemayor, y Paco Ignacio Taibo II, amigo cercano del maestro parralense.
He escrito varios artículos sobre mi relación de lector y personal con el maestro Montemayor. La de lector ha sido, por supuesto, más intensa que la personal, pero en ambas formas de convivir con él he comprobado que es (no fue, pues su obra sigue viva) un humanista, más que un escritor. Un humanista en el sentido que las letras clásicas le dan al hombre que cabe en esa palabra, es decir, un sujeto comprometido con el pensamiento, con las ideas, con el saber, pero también con los problemas inmediatos de la gente, con la crítica a los abusos del poder, con el respeto sin orillas a la dignidad humana.
En efecto, Carlos Montemayor es todo eso. No sé por qué, pero al pensarlo así mi mente lo vincula con dos o tres personajes emblemáticos del saber y la justicia en el Nuevo Mundo cuando éste era escenario del violento choque cultural producido tras la llegada de los españoles. Al decir Montemayor, pienso en Las Casas o en Sahagún, es decir, en esos superhombres que no se conformaron con arar en los terrenos de lo etéreo, del conocimiento puro, y se entregaron al conocimiento de la vida cotidiana de los indígenas sobre todo para evitar la saña colonialista. Como aquéllos, Montemayor escribió para su alma, para acatar las exigencias de la estética y del conocimiento en sí, pero también para los demás, en este caso para acatar los imperativos de la ética. Ahora bien, sin el parangón con religiosos como Las Casas o Sahagún no funciona, puedo hacer una comparación con laicos: Montemayor es a México, por ejemplo, lo que José Carlos Mariátegui es al Perú; Rodolfo Walsh, a la Argentina; Roque Dalton, a El Salvador y Alejo Carpentier, a Cuba, hombres todos dotados de un exquisito sentido del arte y a la vez de un compromiso social inequívoco.
Esa es la razón por la que es posible hallar al Montemayor poeta, cuentista, traductor, filólogo, musicólogo y demás, y también al Montemayor periodista, historiador y político en el sentido digno que todavía pueda tener esta última palabra. La novela, creo, fue el terreno donde mejor se dio el fruto totalizador del humanista chihuahuense. Sin renunciar a las exigencias del arte, Montemayor desplegó allí su mirada crítica, su profundo amor a la verdad, su pasión por entender la dinámica de las luchas defensivas encaradas por los pobres de este país, su celo por desmontar y desactivar con su palabra las inmensas patrañas del discurso oficial.
Ese es el Montemayor más conocido para mí, el de sus libros y el de sus colaboraciones periodísticas. Al otro, al de carne y hueso, lo traté apenas cuatro veces. La primera en Chihuahua, en la pequeña casa sin muebles del poeta Enrique Servín, quien me invitó a una reunión donde sentó a los comensales en el suelo. Aquello se dio como en el 93 o 94, y tuve la fortuna de quedar a un lado del maestro Montemayor, ambos recargados a la pared y sentados como muchachos en la esquina. Yo era un chamaco, así que apenas pude, con timidez provinciana, sostenerle la conversación. Lo que no olvido es el cortés gusto que le dio cuando supo que a mí me gustaba escribir cuentos: “¡Cuentos!, muy bien, un género difícil, desenmascarador de charlatanes!”, fue lo que más o menos me dijo.
Luego lo vi otras tres ocasiones en la estepa lagunera. En 2003 presentó Las armas del alba en el Museo Regional de La Laguna, y cenamos con buen diente, junto a los escritores Saúl Rosales y Miguel Báez, al final de la ceremonia. Después, en 2007, lo encontré de nuevo en el Teatro Alberto M. Alvarado; esa mañana presentó La fuga, entonces su más reciente libro, y en la misma actividad cantó su amigo Óscar Chávez. La última vez que lo traté, veinte días antes de su partida física, fue, creo, la más cálida. Los amigos que lo trajeron a ofrecer una conferencia luego lo llevaron a comer y me invitaron. Lo que yo no sabía era que me darían el privilegio de comer al lado del maestro, así que aproveché la coyuntura para hacerle una entrevista informal que al día siguiente publiqué en mi columna. En esa misma reunión conocí a Susana de la Garza, su compañera, quien junto con el maestro Montemayor fue un dechado de amabilidad, la misma que ahora tiene al acompañarnos y ser acompañada al mismo tiempo por el maestro Taibo, amigo de lujo.
Hoy, a un año de su partida física, los mismos laguneros que muy seguido lo convidaban a traer su luz y su ejemplo, han decidido crear un reconocimiento cultural que llevará su nombre. Pensaron en mí para ser el primer afortunado en recibirlo, lo que agradezco profundamente a mis paisanos laguneros de Ciudad Benito Juárez, Durango. Esto me honra, por supuesto, y de paso, como dije hace algunos párrafos, me impone un compromiso: tomar la mano del humanista Carlos Montemayor y a mi paso, a mi modesto y pobre y trastabillante paso, tratar de seguirle la carrera.

Comarca Lagunera, 19, marzo y 2011
x
Nota: en la foto, flanqueado por Paco Ignacio Taibo II y Susana de la Garza, viuda de Carlos Montemayor. El crédito de la foto es para Renata Muñoz, mi hija.