domingo, enero 02, 2011

La transición que se fue



La década recién ida se llevó muchas certezas entre las patas. Estoy seguro que dentro de algunos años (quizá sirva hacerlo de una vez, para abreviar innecesarias esperas) la denominaremos “década perdida”. No sería impreciso llamarla así, pero al hacerlo corremos el riesgo de obligarnos a considerar que todas las décadas recientes son lo mismo, “décadas perdidas”. Sin embargo, no siento errar si nombramos así a la más reciente, pues como nunca desde 1911 los mexicanos creímos vivir la inauguración de una era, la era de la transición y el comienzo de la democracia sin adjetivos.
Mal nos fue por crédulos. Lejos de transitar hacia estadios de bienestar en todas las esferas, han bastado diez años para empeorar de manera escandalosa. A mi modesto parecer, no hay rubro en el que se pueda advertir notable evolución; si la hay, es levísima. Lo que abundó fue lo contrario: la involución, el retroceso. Tengo para mí que hay cinco áreas donde se nota más el deterioro: la seguridad, la economía, la estructura electoral, la educación y la gobernabilidad. Hay más, por supuesto, pero es evidente que en los cinco renglones mencionados el país echó, de 2001 a 2010, un salto olímpico hacia atrás. Tan mal está todo que cada vez es más común el desaliento paralizante en voz del ciudadano, una suerte de fatalismo rulfiano de segunda o tercera generación: “Ya no vamos a salir del hoyo, todo está muy mal”.
En 2010 leí a propósito El antiguo régimen y la transición en México (Joaquín Mortiz, 2004, 150 pp.), del politólogo Jesús Silva-Herzog Márquez. Me lo recomendó Julián Mejía, joven especialista en estos temas. Pese a su aparente focalización de un tema pasajero, el ensayo hace un examen de la coyuntura que hasta este momento tira coletazos. Notablemente bien escrito, el trabajo de Silva-Herzog Márquez ayuda a comprender el paso de México en las pantanosas aguas del cambio, tan pantanosas que ahora parece que están engullendo al país.
“Estos ensayos narran la historia de nuestro camino reciente, es decir, el paso del autoritarismo consensual al régimen de la desconfianza, de la hegemonía unipartidista a la diversidad polarizada. Me he propuesto hablar del espíritu de la transición, sus logros y sus ideas, sus prejuicios y pasiones, sus hábitos y sus personajes”, dice el autor en la presentación de su trabajo. Construido en dos grandes partes a su vez divididas en subtemas (además del prefacio y el epílogo) El antiguo régimen… revisa en efecto el caldo en el que los mexicanos abrimos el esperanzador milenio, el “espíritu de la transición” que alentó tanto optimismo en tanta gente.
Nacido en 1965 en el DF, Silva-Herzog Márquez estudió derecho en la UNAM y un posgrado en ciencia política en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Su recorrido en este libro arranca con una disección al antiguo régimen. De entrada lo sitúa con una metáfora zoológica: nuestro antiguo régimen fue una especie de ornitorrinco, animal casi indefinible: “Como ocurre con el ornitorrinco, el retrato del régimen mexicano resulta una criatura repleta de peros. Autoritario pero civil; no competitivo pero con elecciones periódicas; hiperpresidencialista pero con una larga tradición institucional; con un partido hegemónico de origen revolucionario pero sin una ideología cerrada; corporativo pero inclusivo”.
Pese a la dificultad que todo observador tendría al intentar una definición del antiguo régimen, Silva-Herzog Márquez destaca sus rasgos de mayor relieve. Por ejemplo, este elemento: “Ciertamente, la reelección dentro del autoritarismo significa la momificación de la clase política. La no reelección de los congresistas estableció, en este sentido, un dispositivo oxigenante para el régimen: una medicina republicana para las penurias de la democracia”; o este otro: “De ahí que uno de los rasgos más notables del antiguo régimen haya sido, precisamente, la debilidad de la sociedad civil, la colonización de sus espacios por parte del estado”. La descripción continúa con otros puntos, como el del presidencialismo: “El hombre del gran poder, además de poseer los instrumentos del poder simbólico, tuvo en sus manos el poder a secas: la capacidad de producir lo deseado. De las habitaciones de su voluntad colgaba la suerte del país: símbolo del estado, encarnación de la historia, árbitro del poder y mandamás de la economía, el habitante de Los Pinos redactaba la ley, encumbraba a los hombres de poder y dinero, castigaba a los desleales”. El antiguo régimen creó, además, un consenso a su favor basado en el lubricante de la corrupción: “Al distribuir los frutos de la revolución entre sus protagonistas, se evitaban los conflictos. La corrupción se convirtió así en un eficaz mecanismo de control político, un pegamento de lealtades, un abortivo de rebeliones”.
El segundo apartado discurre ya sobre la transición (“es posible que la palabra que mejor describe la naturaleza del cambio político en México no sea “transición” sino mutación”, aclara). El repaso no es menos arduo y en el fondo no parece tanto una observación del presente sino del pasado, todavía del antiguo régimen que subvine bajo la alfombra de los cambios con un gatopardismo contumaz: “las miserias políticas de la transición provienen de la herencia que encontró: esos seres pequeñitos son descendientes directos de un sistema dedicado a cercenar liderazgos. El antiguo régimen estaba preñado de pequeños políticos. La mediocridad se convirtió de ese modo en marca congénita de nuestra clase política”. Por esa y otras varias razones, el autor profetiza en 1999: “No creo exagerar cuando digo que México corre el peligro de romperse”. Leída ahora, esta línea parece un epitafio: el de la transición que se nos fue sin frutos y el de la esperanza que una vez más se quedó en eso, en efímera posibilidad de mejoría.