miércoles, diciembre 15, 2010

Vestigios del inicio



Textos leídos en la mesa de reconocimiento a Saúl Rosales en sus 70 años de vida; esta actividad formó parte del Primer Festival del Libro y la Lectura. Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez en la ciudad de Torreón, Coahuila, el 9 de diciembre de 2010.

Vestigios del inicio: el primer libro de Saúl Rosales

Jaime Muñoz Vargas

Como lo escribí ese día, el jueves pasado ofrecimos un reconocimiento a Saúl Rosales en el primer Festival del libro y la lectura; fue para celebrar su onomástico setenta. Aunque sencillo, creo que salió bien. Las palabras de Angélica López Gándara y Daniel Maldonado —más un “palomazo” textual y dantesco del propio Saúl, unas palabras de Claudia Máynez y lo que yo llevé de mi cosecha— fueron bien recibidas por el público que afortunadamente pobló todas las sillas disponibles. Además de las palabras equivalentes al brindis, leí el comentario que aquí calco; se refiere a Vestigios de Eros, el primer libro de Saúl. Un lector de esta columna me dijo que no pudo asistir a lo del jueves; a él y a los que estén en esa misma sintonía, les comparto pues un fragmento de aquel texto:
Vestigios de Eros, primer libro de Saúl Rosales, fue publicado en 1984 por el ayuntamiento de Torreón. En sentido estricto no es un libro, sino una plaquette de apenas 22 páginas formateadas en media carta. Fue impresa con modestia de recursos, pero el objeto resulta grato a la vista quizá por su minimalismo. La portada parece de cartulina Passport y lleva un bello dibujo a pura línea, el rostro de una mujer, firmado por Yolanda Valenciano. Los interiores son de papel cultural (el famoso Bond ahuesado) impresos en sepia. Por una extraña razón no tiene portadilla, así que los poemas comienzan en la página tres sin mayor advertencia editorial. Para la anécdota diré que este libro me lo regaló, recién salido de la imprenta, el autor. Un día del 84 me abordó en el pequeño estacionamiento del Instituto Superior de Ciencia y Tecnología A.C. (Iscytac), de Gómez Palacio, cuando estaba ubicado en la colonia Bellavista, y me dijo: “Ten, un librito”. Saúl tenía 44 años; yo veinte. Por entonces era mi maestro de literatura.
Como otros primeros libros de amigos muy queridos, conservo Vestigios de Eros como una joya. Para mí es imposible olvidar el halago que sentí al recibir de Saúl, mi profe Saúl, un libro en aquel tiempo para mí todavía desértico de logros, por mínimos que fueran. Era un triunfo pues, y lo sigo considerando así, que una persona admirada me hubiera tomado en cuenta como lector. Tanto me emocionó el regalo, y tan poca práctica tenía entonces como destinatario de estos obsequios, que olvidé exigirle de inmediato una dedicatoria. Esto se lo pedí veinte años después, en 2004, cuando le acerqué a Saúl aquel Vestigios de Eros para que me lo dedicara, y esto escribió: “Para Jaime Muñoz, como me lo hizo notar, veinte años después, pero con el inefable afecto de siempre”.
Saúl cometió el acierto de publicar su primer libro cuando ya era un escritor maduro. No procedió como muchos jóvenes impetuosos que, movidos por el legítimo deseo de ver su nombre en la fachada de un libro y compartir sus obras, buscan a cualquier precio publicar lo primero que les brota del espíritu. En aquel momento Saúl ya cargaba el bagaje de una convivencia estrecha con libros, ya veía lo que comienza a verse con claridad luego de los cuarenta: el abismo, cierta sombra que, como pátina, se adhiere a la conciencia y confiere densidad a las creaturas verbales.
Se dice con frecuencia que en los primeros libros está contenida toda la obra venidera del escritor. No estoy de acuerdo con esa afirmación, pues, como sabemos, decenas de jóvenes hay que con innecesaria premura publican un libro inaugural del cual luego se arrepienten al grado de escribir después en otras tesituras. Por eso la recomendación que hago a los jóvenes acelerados que me visitan o consultan vía mail porque ya se les hace tarde para ver sus palabras en un libro. Trato de convencerlos —sin regaño, claro está—, de que nadie los está esperando, de que tal vez lo más recomendable sea aguardar un poco y no pensar con terquedad que a los 17 años ya cuajó una obra maestra.
Por la razón que haya sido, Saúl Rosales publicó su primer libro en un momento que hoy sería considerado tardío, es verdad, pero lo bueno allí es que no hay lugar para el sonrojo. Se trata de un puñado de poemas que enseñan las virtudes ya asentadas de su autor, su buen ojo y un control de la palabra que definitivamente devela competencias afinadas. Son nueve poemas de aliento medio y verso largo, con temple metafórico y organizados con malicia en un conjunto armónico. Todos se refieren al amor, a la fiesta de la carnalidad y al desgarramiento de la pérdida.
Es visible una arquitectura bipartita: los cuatro primeros poemas deambulan el fulgor de los acoplamientos, la enorme y por ello casi indescriptible dicha que trae consigo el juego erótico. El poeta es atravesado por una exaltación que casi lo enceguece, que desborda el continente de su corporalidad y se derrama en versos exultantes. Por fin, luego de habitar las sombras del vacío, encuentra un sentido concreto a la existencia y literalmente se realiza, es decir, adquiere o readquiere visibilidad (“Puedo releerme”):

Ahora puedo releerme,
encontrar tras el rastro de tus labios
la existencia de cada uno de mis poros.
Todos los inundas con significados.
Restituyes mi valor de signo.


El poeta no vacila en agradecer a la amada el estallido de felicidad que detona en su interior. No se atribuye en este caso ningún mérito, salvo el de tener la capacidad para captar el ramalazo de dicha que adviene tras los encuentros (“Razón de alegría”):

Tu vocación es de luz y de palabra
llenas cada rincón con reverberaciones de mediodía.
Pueblas el aire de la noche con tañidos
que saturan con anunciaciones el médano silente.
(…)
Y en el desasosiego obraste el prodigio.
Fuiste palpable en tu estatura niña.
Tu voz destruyó el silencio de mi entorno.
Como en las canciones populares
en tus ojos pude verme.
Compartiste conmigo las fragancias y los husmos.
Me enseñaste la alegría.


En el poema “Palomas en los sentidos” no se oculta que la dicha de la carnalidad es una etapa superior de la dicha, su principal resorte en el momento más propicio de los cuerpos. Así, hay una fiesta de palabras para celebrar lo que comunican dos cuerpos frente a frente:

Pero me transformas.
Mis manos huérfanas y dóciles
las conviertes en los cuencos adecuados
para alojar allí palomas espasmódicas,
de pico alertado por el anhelo de la espera.
(…)
Mi pecho se embelesa agradecidamente lastimado
al hospedar tus mil palomas
igual que tu fragilidad se arroba
con mi gravedad humana.


El autor se entrega a esos hallazgos con fruición. Lo que sucede después marca la pauta a la segunda parte de Vestigios de Eros y, de hecho, justifica el título: el segundo tramo de la plaquette cuenta lo que queda del amor, la desolación que se materializa y asfixia con su pesada mano al poeta abandonado a su destino (“Ya sólo eres recuerdo”):

Ya no estás aquí, en la casa
cuya decrepitud se suspendía
con la alegría de tu desnudez luminosa
y el encanto de tu desenfado infantil.
Las paredes ya no son fertilizadas por tu voz
ni tus gemidos.
ahora sólo son paredes,
mudas y estériles paredes.
(…)
Ahora ya sólo eres recuerdo.
la tristeza y el insomnio amargos
ocupan de nuevo su lugar.
Son guerreros prepotentes
que han recuperado su plaza
e instalaron sus acerbos campamentos.

Al poeta le queda sólo la esperanza de la imagen, el recuerdo de la presencia que lo desbordaba. Es un pobre consuelo si pensamos que poco antes era colmado por la luz. En las paredes de la habitación, en la vida toda sólo quedan míseros Vestigios de Eros y con ellos, con esos modestos fantasmas y quizá con unas cuantas palabras de mero alivio, aprende a sobrevivir.

Comarca Lagunera, 9, diciembre y 2010

Saúl Rosales y sus primeros 70 años

Angélica López Gándara

Si pones el oído en la tierra más inhóspita
En el plúmbeo hedor de las ciudades
En la ardiente garganta de los montes
En la irritación salobre de los mares
Y en cualquiera de los muchos elementos
Vas a escuchar que los débiles
También tienen voz y tienen cantos.

Estas líneas pertenecen al poema “Trinchera de la debilidad” del maestro Saúl Rosales y son sólo una muestra de la solidaridad que él tiene con los débiles, con los que el poder es sólo el fantasma que los aplasta. Ésa, es la misma defensa que Miguel de Cervantes plasma en su obra. De allí el amor que él profesa por los libros del manco de Lepanto. Así, en la literatura de quien homenajeamos hoy también encontramos que expone un derecho pocas veces exigido. Éste es, el derecho al desencanto, él que la era mediática ha tratado de quitarnos. Aunque sepamos que, en ocasiones, en nuestro país y en nuestras circunstancias de vida, optar por el optimismo puede ser una expresión de poca inteligencia. Por ello no deberíamos de sentir culpa si por momentos nos desesperanzamos. La desesperanza es una forma de resignación y la resignación es un recurso para la serenidad. Y así es como vemos al maestro Saúl Rosales, como un hombre sereno y generoso que entrega a sus alumnos cuanto conocimiento le llega: regala libros, música, consejos y todo el tiempo que le es posible.
Conocí al maestro Saúl Rosales aproximadamente hace diez años, una mañana cuando asistí por primera vez al café literario de los martes en el Teatro Isauro Martínez. Fue un anuncio de El Siglo el que me trajo. Allí hablaban del escritor y de su taller literario. Me presenté con él y le dije que estaba interesada en escribir. Entonces me regaló su libro de cuentos Memoria del plomo y me invitó a visitar el taller. Recuerdo que llegué a casa y hojeé el libro, el título que más me llamó la atención fue “Trópico de cucarachas”, así, inicié la lectura no desde principio del libro sino en la página número veintitrés. El texto me gustó mucho y me dejó la certeza de que debería de aspirar a escribir como él (después de diez años sigo persiguiendo lo mismo). Encontré mucha riqueza en el lenguaje y en las imágenes de “Trópico de cucarachas” igualmente disfruté el sentido del humor como el del párrafo siguiente. “Como en esta ciudad las cucarachas son enormes, tamaño Volkswagen, gigantes casi reses, se podrían industrializar para banquetes. De algunas partes son duras, pero un empresario con iniciativa/deshidratadas/ trituradas/ molidas/ en ciertas salsas. Las otras partes, las linfas, los tejidos linfáticos, una suavidad/ y de sabor/ Omnívoras. Lo engullen todo. Hasta el papel de esmeril. Todo. Eso quiere decir que son antropófagas o cucarachófagas. Lo he visto. En este oficio se ve de todo. Soy periodista ¿o era?”. Además de que capté el perfil del humano cucarachoide, la lectura del cuento me sometió a una extraña sensación que acrecentaba mi horror por las cucarachas. Y vuelvo a decir que me divirtió con eso de: “Prefería llegar a la casa con la noche muy madura, o leer hasta muy tarde, o ver películas o programas de la televisión hasta aburrirme las nalgas, el lomo y las costillas”, en verdad eso de “aburrirme las nalgas” me pareció de lo más ingenioso. El autor pone palabras sorpresa donde la mayoría escribiríamos cansancio.
Somos muchos los que estamos agradecidos con el maestro Rosales, los que lo queremos y respetamos, aunque, por supuesto hay quienes han olvidado decir: gracias. Él lo expone mejor en su libro Un año con el Quijote ”El agradecido salda una deuda, mayor o menor, con el bien, con la bondad. No lo hace el desagradecido. El desagradecido entronizado en su egolatría y en su egoísmo cree que los beneficios que ha recibido son tributo obligado a su valiosa existencia”. Por fortuna, creo que la mayoría de sus estudiantes y amigos reconocemos la gran aportación que él ha hecho para que seamos mejores. Desde luego, otros reniegan de la capacidad intelectual del maestro. No obstante eso, lejos de disminuir su ingenio lo estimula y lo refuerza. De manera que, sin intención, sus detractores le rinden tributo. Pues qué mejor elogio que no tener el aprecio de los indignos; quienes íntimamente reconocen su talento pero ante los demás lo niegan.
Saúl Rosales fue de niño un inhábil jugador de beisbol, trompo, balero y canicas “yo era el que tiraba de uñita, me avergonzaba de ello y no sabía cómo hacerlo de huesito” nos dice. Fue alumno de la primaria Carrillo Puerto. De aquellos tiempos recuerda: “me escogieron para “declamar” los versos del sin par borracho Antón pero al filo del escenario del Teatro Isauro Martínez me sustituyeron y, finalmente, me escogieron también para la escenificación de “El brindis del bohemio” o algo similar y a pesar del glamur precarista de una cosa así me sentí ridículo por el gigantesco moño negro de listón y el saco de supuesto bardo con que me caracterizaron. Ya desde ese tiempo mis miedos (entre ellos el del ridículo) ante todo eran alimentados por mi inseguridad”. Un adolescente trabajador de oficio linotipista, que después apareció en el cuadro de honor de la escuela militar de aviación de Zapopán, Jalisco. En donde se destacó también por ser buen basquetbolista, que trabajó para la Fuerza Aérea Mexicana. Él, ha sido militar, reportero, maestro, periodista, editor, candidato a la presidencia municipal, pero ha sido, ante todo, un defensor del lenguaje. En ocasiones me ha sorprendido que frases de las que casi todos aceptamos como parte de “las cosas que son así” y que no cambiaran, al él le causan cierto grado de molestia, me atrevería a decir que en ocasiones le lastiman. Sin embargo sonríe cuando menciona que en el periódico siguen desgastando, por flojera mental, oraciones como: “amantes de los ajeno”, “el vital líquido”, “la cinta asfáltica” “estamos inmersos en…”. De manera que si alguna vez observamos que esas palabras poco a poco van siendo sustituidas por otras, será porque el escritor sigue haciendo su labor.
Felicidades al maestro Saúl Rosales por sus primeros 70 años de vida literaria. Vendrán muchas veces 70. Muchas gracias por ayudarnos a escribir mejor, por defender el lenguaje, por enriquecerlo al usarlo, pero sobre todo, gracias por regalarnos su obra literaria.

El síndrome de Dante

Saúl Rosales

Agradezco este homenaje promovido con ahínco por nuestro gran escritor Jaime Muñoz, solidariamente respaldado por todos mis amigos. Me llega cuando estoy, muy contra mi voluntad, en el pórtico del panteón municipal. Digo esto sin temor ni susto no porque prefiera el crematorio sino porque es sólo una introducción retórica para evocar el primer verso de Dante en la Divina Comedia, aquel que advierte: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Según este verso dantesco, mi próximo cumpleaños lo celebraremos en el panteón. Si 35 es la mitad, el mezzo; 70, es el doble, por tanto, el final de la vita. Treintaicinco más treintaicinco son setenta.
Antes de ir más adelante debo aclarar que no sé hablar ni leer ni escribir la sonora lengua del dolce stil nuovo pero sí pude encontrar en internet la inmensa obra de Dante en italiano y sacar el primer endecasílabo: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Lo busqué porque son clave sus once sílabas para este comentario de agradecimiento. Permiten decir que, como se afanaba en la creación de su Infierno, su Purgatorio y su Paraíso cuando andaba alrededor de los 35 años de edad, tenía la mitad de los que ahora me festejan a mí, por tanto, yo hablo ahora nel fine del cammin della mia vita. Conviene apuntar también antes de avanzar que en la traducción al español del gran poema dantesco, fervorosamente cincelada en endecasílabos por el argentino Bartolomé Mitre, el primer verso canta con suficiente fidelidad: “En medio del camino de la vida”. Retomo el verso en italiano: Nel mezzo del cammin di nostra vita, eso, pues, escribió Dante hacia 1300, año en que terminaba un siglo y comenzaba otro, y ya vimos hace diez años las inquietudes que provoca un año gozne entre centurias. Entonces, decíamos, hacia 1300, el igualmente autor de la Vida nueva, simbólico título renacentista, empezaba a esculpir, limar y lustrar los versos de su mayor obra poética a la vez que fijaba la lengua italiana.
Según el verso italiano que he citado tres veces, el poeta nacido en la Florencia prerrenacentista consideraría que a sus, digamos, 35 años de edad, pasaba por la mitad del lapso que ocuparía su existencia física. A sus, digamos, 35 años de edad, y con una obra previa muy valiosa en la poesía como es Vida nueva (Vita nuova), de 1293, que ya le había dado celebridad, su ciudad no le otorgaba reconocimiento por su literatura ni albergue cívico a causa de su posición política; lo mantenía exiliado por ser acendrado enemigo de quienes usufructuaban el poder de la urbe. Según el verso de Dante, entonces, yo estoy al final de mi vida puesto que acumulé ya el doble de la edad que él tenía cuando dijo: Nell mezzo del cammin di nostra vita. Así que gracias por este homenaje –si la palabra homenaje parece desmesurada yo la considero inversamente proporcionada por ser tan escaso mérito el llegar a los setenta años de edad, a pesar de cuernos de chivo, 9 milímetros y granadas–, homenaje, pues, que me llega cuando me encuentro, desde el cálculo de Dante, en el umbral del cementerio o del crematorio que prefiero. Ojalá no contrarié piadosos deseos pasándome del cálculo dantesco.
He reiterado que la distinción de que soy objeto se debe a que ya llegué al doble de treinta y cinco años de edad. Pero muchos torreonenses cumplen o han cumplido setenta años sin que se les haya premiado con honores públicos. Por ello, con no poco esfuerzo de mi septuagenario cerebro, puedo desenvainar la falacia de que tal honor se debe también a que mucho tiempo de esos abundantes decenios lo he dedicado a la literatura y ésta es un bien social. Dicha suposición me llevó a considerar, en tanto que por fortuna la ciudad ya cuenta con un buen número de escritores con abundantes méritos, que el premio de que soy objeto lo merecían muchos antes que yo. De ellos, como dice don Quijote con sutilísimo filo de variados destellos, “yo, aunque indigno, soy el menor de todos”. De otra manera puede pasar lo que pasó con el ya mencionado Dante, quien, con la conciencia de su alto genio, entre los premios que reparte en su Divina Comedia, se nos expone como candidato a la máxima distinción honorífica que en su sociedad existía para los poetas, la austera y sin embargo luminosa corona de laurel, premio iluminado por el prestigio mitológico de Apolo y el orgullo de la tradición. Y en vida la guirnalda apolínea nunca adornó la testa del florentino. Apenas se supone que se la colocaron ya muerto.
Según la esforzada traducción del argentino Bartolomé Mitre en versos endecasílabos que ya mencioné, versos en que está escrita la monumental Divina comedia, Dante sería víctima de una “sed ardiente” por los lauros, es decir, por la corona apolínea. Confiados en la traducción del poeta paisano de Borges hemos de interpretar la expresión “sed ardiente” como un ansia intensa de obtener la guirnalda que había aureolado a los poetas desde el Imperio Romano, exceptuando el lapso de la Edad Media. El escritor florentino, al referirse a la corona de ramas y hojas del árbol al que no abate el rayo, la menciona como “el laurel que más valoro”. Así lo confiesa en el primer canto del “Paraíso”, en la referida traducción de Mitre. Visto eso, por la sed ardiente de calarse la corona de laurel y por la extrema valoración que le otorgaba me atrevo a llamar “síndrome de Dante” a la apetencia de galardones públicos expresada, sugerida u ocultada por quienes ejercen el oficio de escritor. El síndrome de Dante es el apetito de reconocimiento que muerde con avidez a algunas celebridades urbanas.
Aclaremos que aunque estamos partiendo de un poeta, la sed de homenaje no es propiedad privada, defecto o aspiración nada más de los escritores. Sin duda todos, desde el infante náufrago de la irracionalidad hasta el anciano sabio que se sostiene en la edad de la razón, sentimos la necesidad de recibir gestos laudatorios. Nos halaga el elogio (arteramente construyo esta frase que acabo de subrayar), nos satisface el aplauso y no pocas veces lo buscamos o lo exigimos siguiendo los diversos tonos que van desde lo sutil hasta lo estruendoso.
En la vida de algunos el aplauso honroso es cima modesta y poco luminosa, o escasamente alcanzada a lo largo de sus fatigadas vidas; en cambio en la vida de otros es secuencia relumbrona. Para ejemplo sirven los “artistas” (escribo esta palabra entre comillas imprescindibles) de la televisión que bogan en la espuma de la fama y aun de la fortuna, aunque muchos dicen con destemplado lugar común que ellos sólo necesitan el aplauso, que no aprecian la riqueza crematística.
A sus favoritos, la televisión les acarrea con facilidad la lisonja del pequeño público doméstico, igual que las loas de la considerable masa urbana y los loores de los tumultos nacionales o internacionales, pensemos en la cadera. Perdón, no en la cadera, en el caso, de Shakira, o en el de Luis Miguel. Un tanto menor es la fama con que premian la prensa, el cine y el radio, pero de todos modos es poderoso el influjo de los medios de comunicación masiva en el afán de conseguir lauros, y estos modernos patricios eléctricos y electrónicos los distribuyen sin mucho cuidado, es decir, la gloria que reparten a veces alcanza hasta a quienes se dedican a la literatura.
Ahora reduzcámonos a los escritores de localidades pequeñas que, si bien pueden aspirar a que su nombre trascienda el perímetro suburbano, en corto, gozan la celebridad municipal de manera literalmente palpable en forma de saludos de mano, abrazos, palmaditas y otros mimos de cuerpo a cuerpo. Al parecer la celebridad más próxima es la que proporciona más satisfacción, más gozo. ¿Para el poeta, será más cálido el aplauso de su ciudad que el de lugares distantes? Pareciera, porque fue el que le interesaba a Dante. ¿Es el homenaje de la urbe de nacimiento el que el poeta busca porque le interesa demostrar a sus conciudadanos que él es mejor? Pareciera, porque Dante había sido expulsado de su amada Florencia. El caso es que el inmenso poeta florentino no deseaba otros lauros que no fueran los que ornaran su cabeza en la ciudad que lo vio llegar a este valle de los exilios externos e internos. Nunca alcanzó la guirnalda apetecida. Murió sin ser coronado.
Ni la inmensa obra ni el explícito deseo de ser nimbado en su ciudad consiguieron para Dante la satisfacción de que Florencia testificara la imposición de la aureola del laurel, el árbol más querido por el dios Apolo. Jacob Burkhardt, en su riquísimo libro La cultura del Renacimiento en Italia recuerda que Boccaccio, en su biografía de Dante, dice que el autor de la Divina Comedia hubiera podido recibir el laurel de Apolo donde hubiera querido, pero únicamente anhelaba ostentarlo en su ciudad. “Sopra le fonti di San Giovanni si era disposto di coronari”, cita Burkhardt palabras de Boccaccio en la Vita di Dante. Y por eso el autor de la Divina Comedia, la Vida nueva, el Elogio de la lengua vulgar y otras también valiosas obras murió sin ser nimbado.
La indiferencia de sus conciudadanos le habrá dolido mucho. El propio Dante parece haber concebido la ceremonia de coronación de los poetas con la guirnalda de laurel, cito a Burkhardt, “como una consagración de carácter semirreligioso. Su deseo era imponerse a sí mismo la corona sobre la pila bautismal de San Giovanni, donde había sido bautizado como miles y miles de niños florentinos”. El poeta de la Vida nueva y la Divina Comedia, pues, apetecía el reconocimiento en (y de) su ciudad. De ninguna otra ciudad, nación o territorio le importaba –es de suponerse–, en tanto no lograra el de la urbe de su corazón. Por eso, entre la gran herencia con que acaudaló nuestro mundo, el autor de la Divina Comedia nos dejó también el síndrome de Dante.
Quien sí gozó la gloria de ser coronado con el laurel de Apolo en el lugar que quiso y por quien quiso fue su sucesor Petrarca, poeta muy mencionado como el primero y el mayor de los humanistas por lo prístino y amplio de su contribución intelectual. Cuando ya el Renacimiento había avanzado y adquirido la capacidad de valorar bien a sus creadores y asumía el honor de otorgarles la corona, tal vez acuciado por el cantado y frustrado anhelo de Dante, quiso otorgarle ese homenaje a Petrarca. Así, a mediados del siglo XIV se vive una febril vocación de reconocimiento. Dignatarios, príncipes, reyes, papas, ciudades y universidades aspiraban a tener un poeta a quien ornar con la guirnalda apolínea.
En medio de esa dispendiosa disposición para otorgar el homenaje con el laurel de Apolo, Petrarca fue coronado. Pero antes tuvo oportunidad de exhibir su síndrome de Dante. Ernst Hatch Wilkins escribe que desde que Petrarca tuvo conocimiento de la antigua tradición de tiempos del Imperio Romano de premiar con la corona de laurel, le invadió “el deseo de recibir a su vez aquel honor”. No padeció demasiado el anhelo del honroso tocado. La Universidad de París y el senado romano simultáneamente le ofrecieron a Petrarca la corona que más valoraba Dante, a quien ya dijimos, le despertaba sed ardiente. En su momento, Petrarca escogió que el rey Roberto de Anjou le colocara la corona. Luego dice Ernst Hatch Wilkins: “La coronación, que constituye el episodio más espectacular de la vida de Petrarca, tuvo lugar en Roma, el 8 de abril, en la sala de audiencias del palacio del Senado, en el Capitolio”. Era el año de 1341. A los 37 años de edad, el amante de Laura, con su cabeza adornada, una vez conseguido el lauro habría dejado de sufrir el síndrome de Dante. Pero a pesar de todo, quizás la sed ardiente es imbatible. Más tarde, otro rey, Carlos IV, también coronó a Petrarca en Bohemia, según escriben Rudolf Chadraba y otros autores en su obra colectiva El Renacimiento. Por otra parte, Alfred von Martin, en su libro Sociología del Renacimiento, al hurgar en la posición social de poetas, artistas e intelectuales dice que “el literato no puede renunciar a la celebritas urbis. Necesita de la ciudad, necesita con locura la masa de la gran urbe para su fama literaria […]” Como se ve con tales excelsos ejemplos, es justificable, si no explicable, quiero decir, al revés, explicable, si no justificable, que uno padezca el síndrome de Dante.
Para concluir, recordaré que mi celebritas urbis, me ha colocado la corona de laurel reiterada pero inmerecidamente antes (con lo que mi “sed ardiente” estaba mitigada), cuando el Ayuntamiento de Torreón me otorgó el nombramiento de Ciudadano Distinguido en 1990; cuando la UIA-Laguna creó el “Premio Literario Saúl Rosales”, en el año 2000, obtenido por Norma Garza Saldívar, con su libro Borges: la huella del minotauro; cuando por segunda vez, en 2004, el Ayuntamiento de Torreón me otorgó el lauro de Ciudadano Distinguido; igualmente, cuando otra casa de estudios superiores, la Universidad Autónoma de la Laguna, me concedió en septiembre de 2004 un reconocimiento después de que la Academia Mexicana de la Lengua me recibió como miembro correspondiente. En 2006 hizo lo mismo la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila en Torreón.
Ahora sí, para terminar, puesto que me considero entre los admiradores de Sor Juana, aunque el menor de todos, quiero recordar cómo al agradecerle al obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz que le hubiera hecho el honor de publicarle la Carta atenagórica, sin que ella lo supiera y menos lo solicitara, nuestra genio pregunta refiriéndose a la honrosa distinción: “¿De dónde a mí tal cosa?” Es decir, por qué a mí tan grande honor. Por qué a mí tanto honor, digo como Sor Juana, en este festival del libro y la lectura cuando en este acto se me reconoce como si fuera una verdadera celebridad municipal. No creo proporcionado que una imaginaria guirnalda de Apolo se me instale en la testa sólo por el módico merecimiento de mi edad. De cualquier modo, lo agradezco, como diría una canción popular, con todo mi ser. Espero tener tiempo, ahora, nel fine del cammin della mia vita, para que me renazca el síndrome de Dante, la sed ardiente por el laurel de Apolo.