domingo, noviembre 14, 2010

El secuestro de la noche



El número 51 de Nomádica ofrece, como acostumbra esta revista, un repertorio muy interesante de textos y de espectaculares fotos. Destaco los reportajes sobre la presa El Tigre y sobre la basura en Torreón. También, varios artículos ineludibles: uno de la investigadora Celia López González sobre la fauna extinta de Durango; otro de Paco Valdés Perezgasga sobre árboles y bosques, y uno más de Leticia González sobre la historia de las investigaciones antropológicas, además de otras muchas colaboraciones. Yo aparezco en esa lista con el breve apunte cuyo título encabeza esta columna y aquí dejo caer:
Soy un sedentario insalvable, pero entre septiembre de 2009 y mayo de 2010 tuve la fortuna de caminar por cuatro importantes capitales del mundo: Madrid, Londres, Buenos Aires y el Distrito Federal, en este orden. Recuerdo que una sensación extraña me invadió en cada una de esas ciudades, sobre todo en la primera de la lista: me sentía raro en sus madrugadas. Por el cambio de horario y porque era necesario aprovechar la energía lo más que se pudiera, en los quince días que estuve en Madrid disfruté las horas de vigilia hasta más allá de la medianoche. Al principio percibí la rara inquietud que produce el riesgo cercano: sentí que la noche me exponía a cierto peligro, que el desaguisado me esperaba a la vuelta de cualquier esquina. Poco a poco advertí que si bien el riesgo existía, pues no hay ciudad en el mundo que de noche sea segura al cien por ciento, era difícil que algo malo ocurriera. Al ver el comportamiento de los noctámbulos noté que nadie se metía con nadie, que el peligro era mínimo y, lo más importante, concluí que mi preocupación se debía, obvio, a la inercia: físicamente estaba en Madrid, pero emocionalmente seguía en La Laguna.
Pasada la confusión cronotópica, todo siguió de bajadita, más tranquilo. Las madrugadas son excelentes en cualquier lugar cuando no hay amagos de violencia, así que caminar las calles madrileñas sin el fantasma de la agresión fue una especie de felicidad sin mácula, aunque sabidamente efímera, para este lagunero ciscado, miedoso ya de transitar las noches sin altas cuotas de zozobra.
Luego del recorrido por la Gran Vía y sus alrededores, pasé a Londres un ratito. El primer día recibí el deslumbramiento del Támesis y junto a Quique Sada caminé y caminé y caminé sin considerar que mi pobre saco de Factory apenas podía contrarrestar el frío calador y flemático de England. Las dos madrugadas que allí tuve transcurrieron entre recorridos salvajes a pie y ninguna amenaza de nadie. Más: casi puedo asegurar que no vi una sola patrulla en la oscuridad.
Unos meses después, en mayo, pasé dos semanas seguidas en Buenos Aires. Adrede hice allí el experimento de vagar sus calles durante tres o cuatro noches/madrugadas. En otras tres tuve la ayuda de un vehículo, el de mi amigo Fabián Vique, escritor, quien sin quererlo me regaló tours sobre ruedas por la inmensa noche porteña. Como en los casos de las dos ciudades europeas ya citadas, no idealizo, y menos al referirme a Buenos Aires: sé que los niveles de violencia urbana son de tomarse en cuenta y nadie puede salir confiado a caminar, pues la sorpresa negativa acecha en cualquier recoveco de la urbe. Para mi estupor, nada, absolutamente nada pasó, y eso que Buenos Aires tiene fama de contar con rufianes callejeros de primerísima categoría. Y lo peor, o lo mejor, según se quiera ver: noté poca vigilancia, escasos rondines de patrulleros o policías de a pie.
Para terminar mi periplo, digamos, internacional, caí dos noches en el DF. Si de Baires afirmé lo que afirmé, del DF qué se puede añadir. Todos sabemos de su prestigio como una de las ciudades más peligrosas del planeta, de su capacidad para aplacar al que se le ponga enfrente con cara de perdonavidas. El DF es el DF, como bien lo sabe Perogrullo. Nadie en su sano o insano juicio es tan valiente como para no temerle un poco, pues en su infinito dédalo de concreto puede pasar hasta lo que no. Pese a todo, porque su policía sobreabunda a toda hora o por la razón que sea, las madrugadas están todavía muy pobladas de noctámbulos fiesteros, de vida. Quiero pensar que favorece mucho el hecho de que es la capital política y económica del país, y eso cuenta sobremanera a la hora de asignarle presupuestos para seguridad pública. Aunado a eso, es una realidad que ya no tiene la policía del Negro Arturo Durazo y Francisco Sahagún Baca, que sus cuadros han sido gradualmente adecentados, lo que se nota a la hora de caminar sus noches. Increíblemente, pues, y con las reservas del caso, pude andar el DF sin esa intimidante sensación de horror que por desgracia nos ha invadido como chancro en La Laguna.
Hace diez, hace siete, hace cinco años, el paisaje nocturno de la región lagunera parecía excepcional. Nadie reparaba en el valor de la tranquilidad simplemente porque jamás había sido secuestrada. Hoy, ante el peligro, muchos ciudadanos desean aislar sus colonias con muros o tapones en ciertas calles, lo que sin duda cambiaría el rostro de nuestra urbe sin que esto se traduzca en una paz definitiva. Por desesperación y miedo suelen tomarse caminos que parecen radicales, pero que sólo alargan la agonía. El ideal no debe ser la tranquilidad en una cárcel con apariencia de ciudad; el ideal es la urbe para todos a toda hora, como toda proporción tomada lo viví en los viajes ya brevemente narrados. En eso hay que soñar y hacer algo en consecuencia, no en diseñar burbujas de concreto, escafandras del pavor.