miércoles, noviembre 10, 2010

Adictos a lo que caiga



Nomás ayer, espalda con espalda, leí dos intrigantes notas relacionadas con la adicción (a lo que sea), uno de los más grandes problemas de nuestro tiempo. Ser adicto a algo casi casi es hoy un requisito para sacar el pasaporte, una de esas marcas del mundo contemporáneo que está lleno de tics generalmente idiotas. La primera noticia, publicada por La Opinión, se refiere a Michael Jackson y su pasión enfermiza por las cirugías. Hallé la segunda en El Universal y se refiere al apego también patológico por el celular y sus utilidades, sobre todo la de “textear”. Voy por partes.
La nota sobre el “rey del pop” señala que Katherine Jackson, madre del cantante, apareció en el programa The Oprah Winfrey Show donde, como se sabe, los invitados suelen soltar más sopa que en una reliquia lagunera. La señora Jackson declaró que alguna vez pidió a los cirujanos de su hijo que sólo simularan operar cuando el excéntrico Michael les pidiera otro jalecito en el quirófano. Su nariz llegó a parecer, dijo, “un palillo de dientes”, razón por la que doña Katherine trató de hacer algo, pues quería impedir que su famoso y millonario hijo siguiera con la adicción al tasajeo facial.
Por otro lado, la nota sobre la adicción de los adolescentes a “textear” a veces hasta 120 veces al día o más apunta que estos chamacos atados al celular “son más propensos a haber tenido (sic) relaciones sexuales o consumidor alcohol o drogas que aquellos jóvenes que no envían tantos mensajes”. Y amplía: “Los autores del estudio aclararon que no están insinuando que hipertextar conduzca a un adolescente al sexo, las bebidas alcohólicas o las drogas, pero dicen que es sorprendente ver que existe un vínculo entre el exceso de los mensajes electrónicos y ese tipo de conductas riesgosas. El estudio concluyó que hay un número importante de adolescentes que son muy susceptibles a la presión de sus pares o que también influyen los padres permisivos o ausentes”.
Basado en una encuesta confidencial aplicada a más de 4 mil 200 estudiantes de escuelas secundarias de Cleveland, el estudio “Encontró que aproximadamente uno de cada cinco estudiantes podían catalogarse como hipertexteadores y que uno de cada nueve usaban exageradamente las redes sociales en línea: aquellos que pasaban tres horas diarias o más en Facebook y otros cibersitios sociales. Aproximadamente uno de cada 25 pertenecían a las dos categorías. El uso exagerado de mensajes de texto y redes sociales era más común entre las mujeres, las minorías, los jóvenes cuyos padres tienen menor nivel educativo y los estudiantes de familias a cargo exclusivamente de la madre”.
Si las cirugías costaran lo mismo que abrir una cuenta de Facebook o de twitter, seguro que habría más seguidores de Michael Jackson y su adicción a las caricias del bisturí. El caso es que ahora nunca falta una adicción, alguna práctica compulsiva con la cual podamos mitigar las ansiedades generadas por el mundo moderno. Las adicciones de antes parecen bromas comparadas con las de hoy, sobre todo las que promueve el desarrollo de la tecnología, tan al alcance de tantos. Si antes atrapaba el tabaco, la mota, la ropa, los discos, ahora, por ejemplo, son absolutamente simplonas y adictivas, y redes no tan metafóricas que digamos, las “redes sociales”.
Cualquiera ha estado, creo, en reuniones donde en vez de poner atención al orador o al espectáculo muchos —no necesariamente adolescentes— se la pasan picoteando el teclado de sus celulares, mensajeando con una fruición digna de laboratorio. Como si les fuera la vida en ello, pinchan una y otra vez las teclas para ver qué “novedad” ha llegado a la bandeja, como si el acto de acceder a ese mensaje tuviera alguna trascendencia más allá de los segundos que dura la “novedad” siendo tal. Es una adicción, para mí, muy extraña. Yo he sentido, y lucho contra ello, la inclinación tonta a actualizar sin ton ni son la bandeja de mi mail para ver qué ha llegado, o a anhelar que llamen o aterrice un mensaje en mi celular. Digamos que soy preadicto. Sólo por eso le tengo pavor al Blackberry. Ese aparatito sí que es adictivo, temible incluso.