viernes, octubre 22, 2010

Borges mientras espero



Todavía no soy dueño de mi tiempo y no sé si algún día lo seré. Mi hija más pequeña está en este momento en una piñata celebrada en el Peter Piper Pizza del remoto, para mí, Intermall. La columna debe estar lista en una hora, pues tendré una presentación en la noche y apenas ajusta el tiempo para todo lo que se apiña en un par de horas. Ignoro por qué no puedo tener conexión de internet, así que hurgo en mis carpetas a ver si emerge algo por allí; si no hallo nada, tendré que torturar a las musas. Tengo la suerte (o tal vez la desgracia) de escribir para varios espacios, así que nunca falta algo inédito o algo rancio y poco difundido. Si la gente supiera cómo y dónde sale a veces la columna. No he mentido cuando digo que con frecuencia la escribo en un concurrido Oxxo donde afortunadamente ya me tratan, resignados, como de la familia. En fin. Ahora hallé, perdido en el cajón de sastre (desastre) de mi lap, un textito titulado “Enfermos de Borges”. ¿Dónde lo publiqué? Sepa. Lo he releído y, como decía el propio ciego, creo que no me deshonra. Es éste:
Jorge Luis Borges Acevedo murió en Ginebra, Suiza, el 14 de junio de 1986. Había nacido el 24 de agosto de 1899, en Buenos Aires, y esos 87 años le bastaron para imponerse como el escritor más original del mundo durante el siglo XX. Ya no lo limito, como antes, al contexto de la lengua castellana, y me atrevo a instalar su protagonismo en todo el orbe. Pocos como él para acaparar sobre su obra una cantidad de lectores tan amplia, heterogénea y exigente. Tanto lo es que citarlo es para muchos un signo de categoría intelectual, el mejor pasaporte para acceder al reino del buen gusto. Pero más allá de los esnobismos y las modas, la obra de Borges despertó, despierta y despertará, como todo clásico, el respeto de los lectores serios simplemente porque nada hay en ella que permita anticipar su senectud y su muerte. Al contrario, los libros de Borges tienen la rara peculiaridad de verse más lozanos a medida que transcurre tiempo, como ocurre con la voz de Gardel, con los filmes de Chaplin o con los cuadros de Picasso.
Lo leí por primera vez, como les pasa con frecuencia a los autodidactos, en un periódico. Fue en La Opinión Cultural, suplemento literario coordinado por Saúl Rosales cuando Velia Margarita Guerrero era directora de este diario. Conservo el ejemplar, y en él pude encontrarme con “La intrusa”, cuento que, como otros pocos de muy pocos escritores, he releído innumerables ocasiones sin dejar nunca de sentir la presencia de la genialidad. La lectura de aquel relato me dejó pasmado, tanto que de inmediato comencé una campaña de localización urgente de todo lo que en Torreón pudiera hallar sobre aquel deslumbrante narrador.
Pronto supe lo básico sobre Borges. Adquirió fama en Buenos Aires desde la década del veinte, cuando comenzó a circular su nombre en revistas y periódicos. En 1924 inició la publicación de libros de poesía y ensayo, y sus trabajos de carácter narrativo aparecieron hasta 1934, cuando dio a la estampa Historia universal de la infamia. Diez años después, en 1944, entre el periodismo, las conferencias, el café, la conversación, la polémica, la poesía y los problemas visuales publicó Ficciones, obra a partir de la cual afirma los cimientos de lo que después será, si se le pudiera llamar así, el “universo Borges”. Allí están, entre otros, relatos hoy canónicos como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Pierre Menard, autor del Quijote” y “El jardín de senderos que se bifurcan”.
En un reciente prólogo a Ficciones, José Luis Rodríguez Zapatero, actual presidente del gobierno español, señala: “Durante un tiempo, cuando era más joven, estuve enfermo de Borges, y todavía no estoy seguro de haberme curado. Cuando uno enferma de Borges se pregunta por qué la gente sigue, seguimos, escribiendo. Todo está en Borges y él lo sabe”.
Yo también, muchos también, en años diferentes, en contextos culturales distintos, enfermamos de Borges, y eso es incurable, como lo supo Cioran y como lo sabe Umberto Eco. Escritores vendrán, escritores se irán, pero el ilustre ciego permanecerá inamovible, privilegiado, en un punto muy luminoso del luminoso aleph.