viernes, abril 09, 2010

Un cerillo en la tiniebla



“Azotado” es una palabra que usan algunos para definir a quien se toma demasiado en serio. ¿Y qué es tomarse demasiado en serio? ¿Cuándo estamos ubicados en lo justo y cuándo rebasamos los límites que permiten apreciar el “azotamiento”? La medida ha cambiado, es cultural, por supuesto. Lo que antes era percibido como normal, bueno, equilibrado, ahora es “azotado”. En el arte se nota mucho esto, tanto como en ningún otro quehacer. Las obras artísticas que hoy no ofrezcan ironía, humor, malicia lúdica casi ante cualquier tema, pasarán como “azotadas”. Por eso Lipovetsky dedica todo un capítulo al dominio del humor en la comunicación actual, y por eso José Joaquín Blanco, al analizar el estado de la novela mexicana en los años recientes, subraya el triunfo del entretenimiento (o sea, del no azotamiento) sobre cualquier otro propósito que busque abrazar el ejercicio narrativo.
Para evitar el azote, las artes han tendido al relajamiento de la tensión que producen los temas trágicos. Para algunos eso es una forma nada sutil de la frivolización, de la banalización. Los temas son abordados pues con cierto enfoque socarrón, como si los autores se dieran cuenta de que todo espectáculo humano, por doloroso que sea, puede ser trabajado con una especie de pátina risueña. Cuando el tema es festivo, jocoso, alegre, no hay tanto problema: el receptor entiende que la pachanga debe ser abordada con tono pachanguero. El problema aparece cuando el tema es trágico. ¿Es legítimo que un artista añada ingredientes humorísticos a lo que es visceralmente penoso? En cierto momento, alguno temas literarios impregnados per se de horribilidad fueron abordados con tono campechano, como si en sí mismos no fueran asqueantes. Fue el caso de la novela sobre dictadores que en algún momento escribieron Valle-Inclán, Roa Bastos, Asturias, García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa, entre los más salientes. Todos sabíamos que los gorilas reales no eran sujetos de risa, sino siniestrísimas alimañas capaces de lo peor. Sin embargo, no falta en los autores mencionados una buena dosis de humor negro en cada una de las novelas que escribieron. Finalmente, el problema de los dictadores estaba relacionado con la niñez de nuestras democracias, y todo fue que maduráramos un poco para que desaparecieran los dictadores en el sentido latinoamericano del término. Lo escritores pudieron, por tanto, abordarlos con humor, como si fueran objetos de risa (vale decir que Monterroso se negó a escribir sobre ese tema; supongo que, como sabía que su obra tendía al humor y los dictadores le parecían monstruosos, no halló forma de justificar ninguna broma en un relato sobre gorilas).
Ahora bien, ¿qué hacer literariamente con el tema del narco? Lo que viene es apenas un pálpito, una vaga idea de lo que percibo en el movedizo ambiente de hoy. Mientras el narco estuvo en lo suyo, mientras las aguas de sus actividades no se desbordaron, los escritores pudieron encarar el tema con algo de sorna. Por citar el caso más notorio, la obra de Élmer Mendoza aborda así el asunto, hay humor negro en sus historias. Podemos ubicarlo pues en una era previa a lo que pasa ahora, esta otra era de decenas de muertos diarios, de crímenes horrendos contra quien sea, de estado salvaje. Si antes a los escritores se les permitía juguetear, fabular, reír, imaginar, ahora parece, o es, una grosería andarse por esas ramas. Además, y como he dicho en otro momento, no creo que haya escritor que al final no deba trabajar más con la imaginación que con otra herramienta para entrar en ese tema, así como no creo que haya narco que termine por escribir extraordinarias novelas sobre el mundo que directamente conoce.
Con el periodismo pasa algo similar. El crimen organizado es tan peligroso y hermético que para tener una mínima expresión real, periodística, sobre él, es necesario ser Scherer, cuyo reciente trabajo ha encendido un cerillo en medio de la tiniebla de la que sólo hemos especulado. Por eso vale, pese a todo.