miércoles, abril 28, 2010

Futuro hecho papilla



El 30 de abril es buen motivo para escribir sobre niños. Lo haré, pues, hoy y el viernes siguiente para luego abrir cancha al tema de mi nueva visita a Buenos Aires, donde participaré en la Feria del Libro. Comienzo, entonces. Hace un par de días fui a Saltillo y me topé con el Semanario, quizá el suplemento principal de Vanguardia. De regreso, en el (como de costumbre) horrendo bus le eché un vistazo a los contenidos de la publicación. La parte central fue dedicada a la niñez juarense, una niñez cuyos hábitos, ya podemos imaginarlo, se han visto salvajemente alterados por la dinámica de la violencia sin control que ha convertido a Juárez en una franquicia del infierno.
Padres de familia, maestros, trabajadoras sociales y más adultos que a diario deben lidiar con niños, han visto cómo se trastorna la percepción de los pequeños. La mayoría siente miedo, como los adultos. Es un miedo crudo, sin filtros, tal y como lo captan en la conversación y la mirada de los adultos. Muchos, lo que es peor, han estado cerca de balaceras o de plano han visto ejecutados, lo que agudiza el sentimiento de pavor que los invade. Es, digamos, el menor de los males, pues hay una reacción diferente y preocupante: la identificación con los villanos de la película.
En efecto, muchos niños de espacios marginales están abriendo los ojos a la vida y los primero que ven es el espectáculo de la barbarie. Ni tiempo les dan para elegir. Sí o sí, desde que nacen esos niños aprenden la admiración por el poder, por el arrojo irracional, por la fuerza. Oyen en todos lados sobre hechos que en nada parecen apropiados para los oídos de un menor de edad: la construcción de sus personalidades recibe pues información que en poco ayuda a imaginar un futuro mejor, como si de antemano, con sobrada anticipación, estuviera garantizada la reserva de los elementos que requiere el crimen organizado para mantenerse en forma.
Otro detalle digno de alarma es la brevedad del despertar al mundo del peligro. Si antes el fenómeno sólo dejaba apreciar la participación de adultos de entre 25 a 40 años, en tiempos recientes se ha dado un cambio del patrón que acorta casi a la mitad la edad de ingreso a las actividades delictuosas más pesadas. Hoy, los jefes tienen la edad que sea, pero pueden comandar efectivos de trece o catorce años, casi de niños. Esto significa que hoy hay niños de diez u once años que al final del presente sexenio ya estarán incorporados a una actividad ilícita más ruda que el robo de bicicletas o transeúntes, lo que torna muy preocupante el fenómeno de, por así llamarlo, delincuencia precoz.
Para agravar lo que ya de por sí es penoso, los centros de readaptación para jóvenes padecen casi las mismas aberraciones que los dedicados a la reclusión y el mejoramiento de los adultos. Son limitados en todo: tamaño, personal, presupuesto y demás, lo que permite con facilidad que dichos centros sólo sirvan (igual que los grandes) para afinar las capacidades delictivas de quienes allí tienen la múltiple desgracia de caer.
Y no paran las calamidades, pues así de numerosas son las secuelas de una realidad irrigada con violencia: miles de familias ingresan a diario en los rangos de la disfuncionalidad. Si la pobreza y sus taras desmuelen las posibilidades de la armonía familiar, el ingrediente activo de la violencia apuntala la atipicidad del entorno íntimo, de suerte que muchos miles de niños, además de alcohol, droga, golpes, hambre, ignorancia, promiscuidad, insalubridad, suman a su anómala formación una cultura tangible de sangre omnipresente, de muertos que sin esforzarse hallan entre hermanos y amigos.
En Juárez y en muchas partes de México la niñez sufre el azote de una plaga que esperamos no se enquiste, si es que decir esto ahora no es ingenuo. Si va a ser así, ya podemos irnos despidiendo de la frase que por estos días llena la boca a políticos y comunicadores muy poco creativos e infinitamente menos realistas: los niños son el futuro de México.