viernes, marzo 12, 2010

De la mentira al cinismo



Aunque parezcan muy distintas, en esencia la mentira estándar es lo mismo, o casi, que la mentira de Estado (por llamarla de una forma que no permita confusiones), esa que manejan con desenvoltura de magos de la política. Las dos mentiras tienen su origen en un caldo de cultivo cultural que la fomenta, en el que se desarrolla y madura hasta convertirse en parte del comportamiento cotidiano. Bien observada, pues, la mentira es patrimonio de todos, práctica que a cada paso atraviesa nuestras acciones. La permisividad ante la mentira, la relajación con la que es puesta ante los ojos del niño, cuaja en nuestro interior hasta convertirse en práctica habitual, en parte de los códigos elementales de supervivencia, tanto que sería imposible vivir en un país como México sin mentir de alguna forma.
Poco o mucho, todos simulamos. Lo hace el pordiosero que con picardías se gana la vida cuando todavía puede hacerlo con alguna forma del trabajo, y lo hace el multimillonario que gracias a una empresa cuasimonopólica (que niega serlo) llega a la revista Forbes. En el reino de la mentira es imposible zafarse, porque al que actúa a ciegas con la verdad se aísla su entorno. De hecho, las reglas no escritas de la urbanidad indican que debemos ser cuidadosos, que debemos simular lo más que se pueda para parecer correctos y bien acondicionados para la vida en el reino salvaje.
Pero hay niveles, y es allí donde quiero hacer un énfasis. No es lo mismo el que miente para sobrevivir o para ser aceptado en el clan, que el que lo hace sistemáticamente y con gran perjuicio del grupo humano con el que comparte espacio. Los políticos, en este caso, son animales que a lo largo de sus vidas llevan a la perfección el arte de la mentira. Si los otros bichos de la fauna social deben usarla para sobrevivir en lo inmediato, los políticos la usan casi metafísicamente, como parte de un código en el que va de por medio su mantenimiento (y el de su grupo) en el poder, esto sin importar en lo más mínimo, cuando llegan al colmo de la desfachatez, el deterioro que causen en la gente a la que dicen servir.
No quiero decir con esto que los políticos sean innecesarios; desgraciadamente son necesarios, pues alguien debe trabajar en esa esfera. Lo que quiero decir es que, dado el triunfo de la democracia representativa como forma de gobierno, los políticos dependan en mucho del electorado (no en todo, pues en México los electores son todavía manipulables, engañables y a veces hasta prescindibles sin que lo sepan), así que deben cuidar las expresiones que son el producto ofrecido diariamente a la ciudadanía. Aprenden la hipocresía, la ambigüedad, los ambages, el cantinflismo, la gaseosidad, el chispazo de humor como escape por peteneras, el pleito ranchero, el verdulerismo cuando ya no se puede más. Fox, que la defecaba sí o sí porque a cada rato le brotaba su tosca e imprudente y peligrosa verdad, tuvo que recurrir a un vocero que inyectara ambigüedad a los dichos del presidente (“Lo que el presidente dijo [una verdad brutal] en realidad quiere decir… [y aquí entraba la ambigüedad]”).
La gobernabilidad se apoya, seamos crudos, en el arte de mentir con elegancia, en la simulación creativa y cuerda, en el embuste sensato. Lo que hemos visto recién en San Lázaro es le menos parecido a la mentira pinocheta (de Pinocho, no del gorila). Se trata entonces de otro objeto. Para negar la evidencia irrefutable, incontrovertible, palmaria del documento firmado por el PRI y el PAN no cuadra ya la mentira, sino su etapa superior: el cinismo. Si la mentira sirve para sobrevivir, el cinismo es peligroso porque lejos de tranquilizar, irrita, infunde un ruido con espinas en la vida pública. En eso estamos ya, tristemente.