domingo, marzo 21, 2010

Basura casa por casa



Digamos que parece cómico, pero no lo es. Un joven repartidor de publicidad casa por casa lleva un bulto de papeles en una especie de zurrón fabricado a propósito para esa chamba. Es imposible calcular cuántos volantes carga, pero a ojo de buen cubero pueden ser unos mil. Como él, otros jóvenes portan su zurrón lleno de anuncios de papel; ellos toman otra ruta y comienzan el reparto. Aquí se da lo aparentemente cómico: en vez de dejar un volantito o un folleto o un cuadernillo en cada casa, arrojan dos o tres. Así, en lugar de caminar quince o veinte cuadras, no sé, despachan su trabajo en cuatro o cinco. Como cualquier ciudadano, sé por experiencia que los jóvenes repartidores eso hacen.
En mi casa (que es la suya, amigo lector, dicho esto a medio camino entre la fórmula de urbanidad y el gesto sincero) hay, siendo estrictos, dos lugares en los cuales dejar el anuncito de papel: la puerta principal (que de principal sólo tiene el hecho de que por allí entramos) y la cochera (que de cochera sólo tiene el nombre, pues no la usamos). ¿Y qué sucede? Que los jóvenes repartidores han llegado a dejar, sólo en mi casa, seis o siete anuncios distribuidos de la siguiente manera: uno en una ventana, dos en la puerta, otro en otra ventana y dos más en la cochera. Seis anuncios de un producto o servicio sólo para mí, quizá para que me quede bien claro que la oferta de pizzas es fenomenal, o que los “combos” de hamburguesas saben mejor en equis parte, o que los medicamentos más baratos están en tal negocio, o que es hora de bajar esas molestas llantitas.
Con los años, he llegado a resignarme como se resigna uno a todo en este país. Sé que no hay remedio: todos los perros días de mi vida deberé convivir con esos papelitos inservibles, con esa miseria publicitaria que sin desearla llega en parvadas a mi entorno, despiadada. Así, por eso, cada que llego a casa, cada que salgo, recojo los tres, los cuatro anuncios que me han arrojado y sin dedicarles la más insignificante atención los hago bola y los tiro en algún basurero de mi casa o en una bolsa que siempre cargo en mi coche precisamente para no tirar ni un mínimo papel a la calle.
El asunto, lo sé, linda con la neurosis. Mejor sería ignorar el problema, dejar que se pudra en el suelo la publicidad enchalecada por ciertos negocios con el sistema de reparto casa por casa. Pero no. Algo me dice que el problema parece menor y hasta graciosito, pero me caga que exista un método publicitario así de ruin e irresponsable. ¿Qué derecho tienen los restaurantes, las farmacias, los supermercados y todo tipo de negocios a arrojar papeles no solicitados en los domicilios particulares? Ninguno. Finalmente, hay ciudadanos que, sospecho, consideramos que eso es basura, lo que transforma en grosería aquello que supuestamente es el generoso ofrecimiento de un producto o servicio.
Alguien dirá que, con variantes, es lo mismo en toda publicidad. Discrepo. Si los periódicos, la televisión, el radio o internet emiten publicidad, uno puede elegir no comprar esos periódicos, no ver esos canales o no visitar esas webs. Está abierta, en tales casos, la posibilidad de elegir. Con los espectaculares de la calle y las fachadas de los negocios pasa que son anuncios colocados en propiedades privadas, aunque muchas veces afean la ciudad y producen “contaminación visual”, es cierto.
El sistema de anuncitos de papel repartidos casa por casa es una imposición al cliente potencial. Aquí no hay posibilidad de elegir: el anuncio es arrojado en cualquier punto de los domicilios y quienes allí habitan poco pueden hacer para impedir que eso suceda. Ni modo de estar todo el día, como guardias, esperando a que pase el repartidor para decirle que no deje el anuncio, que gracias. Aunado a esa falta de respeto a la comunidad, reitero que los jóvenes contratados para el reparto dejan más de un anuncio idéntico por casa, pues les pagan una miseria y, sin supervisores, convierten la chambita eventual en una más de las muchas travesuras que se pueden improvisar en la picaresca del subempleo.
Sabemos que la nuestra no es una comunidad ejemplarmente cuidadosa con el manejo de sus desperdicios. He escrito ya lo que todos hemos visto: no hay reunión o tumulto en La Laguna sin granizada de inmundicias en el suelo. Para muchos, terminar de comer algo en la calle y tirar el envoltorio o el desecho en cualquier parte, incluso desde la ventanilla del coche o del camión, es un acto natural, automático e irreflexivo. A mí me parece que es estúpido, irresponsable y digno de la más severa y solemne mentada de madre. Si a eso le sumamos la falta de verdor en nuestro paisaje, el polvo omnipresente, la urbanística sin abuela, obtenemos como resultado la fealdad de nuestro espacio, la comarca lagunera. Y hay más, por si no llenamos: las decenas, quizá los cientos de negocios que invaden los hogares y las calles con papelitos de escoria publicitaria impuesta sin defensa para el ciudadano.
¿Qué se me ocurre para evitar esto o al menos mitigarlo? No sé. Tal vez que usted, si está de acuerdo con mi comentario, le saque copia y lo lleve (¿y lo arroje?) a los lugares que nos han bombardeado con papelitos. Tal vez así muchos negocios lleguen a entender que su publicidad no nos interesa, que para nosotros es, sin más, basura casa por casa.