domingo, enero 10, 2010

Cinema cacarizo



Alejandro Pérez Corella Merodio leyó ayer, aquí, el comento sobre la encueratriz sexagenaria y se puso melancólico. En su mail me explica que también él tuvo un amigo de un primo que sufrió horrores en la adolescencia para hacerse de algún activador icónico de la chaquira. Quién no. Todos los que ya comenzamos a pintar canas vivimos una adolescencia benedictina si la comparamos con los modos de esta hora. Los chicos de hoy no tienen ni maldita idea de lo que sufrieron sus tíos preinternéticos para ver una mínima parte de lo que ellos consumen a raudales. Por eso sostengo que somos algo así como angelitos, almas puras que sólo accedimos a lo pecaminoso con cuentagotas.
Me pide Alejandro que aborde el tema de los cines que frecuentamos en nuestra adolescencia setentera-ochentera. Le respondí que en el momento de leer su carta (ayer a eso de las tres de la tarde) me encontraba buscando asunto para el texto de este domingo, así que decidí abrir una especie de hora de las complacencias. Doy trámite inmediato a la propuesta y me pongo nostálgico. Ah, qué cines inolvidables y roñosos los de nuestra adolescencia. Cómo olvidar su olor a Pinol suelto, su mitología de las ratas, sus butacas rechinantes (pero no de limpias), el salobre gusto de sus palomitas todavía despachadas en seboso papel estraza y sus baños con mingitorios de alberquita no precisamente pulquérrimos (pulquérrimo es el superlativo de pulcro, no de pulque, aunque es válido entender que esos lugares sí tenían algo de pulquería). Ah y mil veces ah. Y otra vez ah. Qué recuerdos se estampan en la mente cuando hacemos el esfuerzo de traer a la memoria el ambientazo de esas salas grandotototas como la del Nazas, como la del Variedades, como la del Laguna, como la del Palacio, como la del Princesa, como la del Torreón, como la del Modelo, como la del Roma, como la del Continental 70, como la de El Dorado y como dos que ya pocos recuerdan: la del Elba, de Gómez, y la del López, de Lerdo. Debo sumar dos salas que llegaron un poco después: la del Buñuel, la Sala 2001 y la del Comarca 2000 (guáchese que en aquellos ayeres todo lo que sonara a “dos mil” se oía bien chido, como pedo del futuro, spielbergiano). Algunas salas no eran tan grandes, pero en mi memoria todas lo son. No sé por qué, pero la del Nazas siempre me pareció la más amplia. Tenía butacas como para sentar a medio Torreón, y si bien allí vi películas que he olvidado (pues estaban hechas para eso: para el olvido), nunca olvidaré la inmensidad de ese edificio, el recibidor gigante y sus murales, la dulcería como un oasis donde siempre nos fueron inaccesibles los pistaches (mi amado hermano Luis Rogelio sufre con este recuerdo), la infinita butaquería y aquella pantalla que parecía una versión anticipada e involuntaria de la Imax. El Nazas fue foro de filmes tutti frutti: lo mismo pasaban una de guerra que una de Capulina, una de cornudos italianos que una de contrabando y traición.
Pero no quiero extraviarme en esta jungla de recuerdos. Procedo según mi cronología. Empecé mi carrera como asiduo de los cines laguneros cuando tenía seis o siete años. Mi hermano mayor, el ya mencionado Luis Rogelio que desde chico abrazó la vagancia como ley, fue mi Virgilio en esos trotes; por otra parte, no era necesario ser muy cabrón para llegar al Elba, el primer cine de mi vida. Nosotros vivíamos sobre la Madero, entre Degollado y Mártires, y el Elba se levantaba en la mera esquina de Madero y Mártires. O sea que yo nací con un cinema paradiso a media cuadra. Allí me eché, como en un taco, toda la zaga (sé que saga se escribe con “s”, pero en este caso, dada la calidad de las cintas, es “zaga”, parte última de algo) de cintas sobre luchadores. Abrí pues los ojos al mundo cinematográfico con escenas de llaves y quebradoras, con persecuciones y espíritus malignos que ojetemente, y sin decir agua va, se querían adueñar del mundo (como si fueran enchiladas), razón por la cual Santo se batía por la humanidad al ritmo cortazariano del jazz percusivo. La versión azteca del FMI (por aquello de que querían adueñarse del mundo jajajajaja; esta risa es una carcajada de malandrazo en close up) era encarnada ora por Roberto Cañedo, ora por Wolf Rubinskins, ora por Tere Velázquez (¡arroz!; exclamación pirateada a Mauricio Garcés, otro grande de la época) quienes no conocían límites para hacer el Mal aunque siempre operaban como la selección: eran derrotados a la hora buena por aquel encapuchado que (palabras epilogales de Augusto Benedico) “nació para hacer el bien y luchar por la justicia”: Santo, quien para entonces ya se había trepado al Porche descubierto de esos que desarrollan diez chamacas por kilómetro.
Las funciones del Elba eran triples. Tal vez por eso a nadie se le había ocurrido inventar la videocasetera, pues era más económico aventarse una función triple con permanencia voluntaria que alquilar un vhs. Las de Santo solían ser las estelares, así que antes de su exhibición pasaban una de Tin-Tan, o de Clavillazo, o alguna bomba lacrimógena estelarizada por doña Libertad Lamarque. Con el paso de los años nos llegó la adolescencia. El Elba desapareció; durante un tiempo fue un bodegón abandonado hasta que los dueños lograron rentar su esquina para establecer allí el negocio emblemático de la comarca: un expendio.
Con la pubertad surgieron otras necesidades en muchos mocosos setenteros. Borrosamente, me recuerdo observando las cartulinas del cine Roma o del Palacio para ver qué novedades italianas ofrecía. Y sí. Con frecuencia los aparadores de esos cines dejaban ver que pronto sería proyectada alguna de Lando Buzzanca en la que no importaba que saliera Lando Buzzanca, sino la cañona cohorte de actrices italianas cuyas capacidades histriónicas importaban un (sin albur) camote. Fue la época en la que Edwige Fenech impuso la dictadura de su belleza. Por ella, sólo por ella, se impone consignar otro largo aaaaaaahhhhhhh agradecido.
Mientras algunos tratábamos de ver películas serias (Taxi driver, Papillón, El lugar sin límites…), no faltaba que por la mala influencia de los amigos deriváramos también en el Princesa o en el Nazas para ver los primeros experimentos del cine de neoficheras que comandó Margarita López Portillo. Es inocultable que se trataba de un cine atroz, de filmes cuyos argumentos se atenían a la estructura disparatada del videoclip: de una peripecia se brincaban sin lógica a otra y todo concluía en lo que se le hinchara a los guionistas seguramente mariguetas que “escribían” tales historias. Lo importante allí eran los albures de Luis de Alba, Lalo el Mimo o el apuesto (apuesto a que no es apuesto) Alfonso Zayas, y por supuesto las escenas “eróticas” en las que el público “gozaba” de fugaces momentos de “placer” visual, y aquí disculpen el exceso de comillas, pero ni modo de no ponerlas (continuará el domingo próximo).