jueves, enero 07, 2010

Angelina y Brad



Los cuentos que podríamos escribir si hiciéramos un cuento de cada nota que parece cuento. Ensayemos uno, para entrar en calorcito ahora que literalmente no nos calienta ni el sol. La nota original es ésta; la leí ayer en el portal de Yahoo:
“La actriz Angelina Jolie perdió la paciencia con el también actor Brad Pitt, su pareja, luego de que éste llegó ebrio a su casa.
La actriz le gritó luego de que Pitt llegara de beber tequila junto a unos amigos, en Los Ángeles, Estados Unidos, en diciembre pasado, informó la página de internet showbizspy.com.
‘¿Cómo te atreves a hacer esto? Prometiste que no beberías así. ¿Qué clase de ejemplo eres para los niños?’, dijo Angelina al momento que Brad entró a su mansión.
Jolie le ordenó que se fuera y entonces Brad tomó su motocicleta y manejó hacia la playa”.
Como podemos leer, la noticia es nada e importa menos que una bicoca. Pero los medios le dan crédito a esa fantasía y como los protagonistas son famosos estalla en todos los rincones del mundo gracias a la red y sobre todo a los programas de chismografía selecta como Ventaneando o La Oreja (¿todavía existe La Oreja?; hace mucho que no sigo sus sesudos comentarios).
Si boceteáramos, digo, cuentos con esos cuentos, el resultado sería imprevisible. Veamos este caso, el de Brad que llega a casa con cucharadas de más, lo que provoca el enojo de Angelina. No tiene chiste fabular con lo que ya presuponemos; el relato saldría así, más o menos:
Angelina oye el suave oleaje estereofónico (algo de Vivaldi) en la sala de juegos infantiles que ha mandado construir para sus hijos. Sabe que sus compromisos le exigen demasiado y tal es la razón por la que en esos tres días de descanso decembrino se concentre en sus pequeños. Diez horas enteras está allí, cerca de los retoños que gozan igualmente con su madre. Durante dos horas compartió la sala de juegos con el terapeuta, el nutriólogo y la psicóloga que la asesoran para que los niños crezcan sanos. Ahora, sola, sabe que la servidumbre está lejos y puede concentrarse, feliz, en sus tareas de madre. El mayor de sus hijos muestra notables avances con las letras y eso la enorgullece: algún día heredará el imperio que poco a poco ha ido formando con la materia prima del talento y la belleza. ¿Y Brad? ¿Dónde estará Brad? Dijo que salía a dar un paseo relajante con sus amigos, ¿pero a dónde? No quiere llamarle. Prefiere seguir al margen del universo, meterse sin reparos en la educación de sus hijos. Al final serán sólo tres días; luego vendrán los viajes, las entrevistas, los filmes, el dinero a torrentes que produce cada contrato, por pequeño que sea. Las horas pasan y cuando está a punto de dormir, con sus hijos lindamente empiyamados en la cama, todavía despiertos y con ganas de escuchar un cuento de príncipes valientes, llega Brad. Él la mira desde la puerta, chispeante el rostro, sonriente, desfajado. A leguas se nota que trae copas de más. Angelina le pegunta lo que sea, sin ánimo de pelear. Brad lo toma a mal y le revira con una maldición. Angelina se levanta, jala a su marido hacia otra habitación y le reclama. Le reclama el estado, las horas perdidas, el mal ejemplo que da a sus pequeños. Cruzan dos o tres insultos rápidos y Brad baja un poco la cabeza, vencido quizá más por el cansancio y el alcohol que por los reclamos de su mujer. Ella lo bota. Brad recupera un poco de fuerza y, sin discutir más, da la espalda, camina dos minutos dentro de su mansión, toma una botella de whisky y monta en una de las diez motocicletas que lucen cobijadas, como fantasmas, en el garage impecable. Ebrio, con la mirada vidriosa, sin casco, Brad se larga hacia la playa.
Lo mismo podría ser contado así, con los protagonistas ubicados en la clase media:
Angelina escucha a Barry Manilow en el estéreo de la sala mientras acomoda un poco la cocina y siente el rumor de los niños que ven tele y juegan solos en su cuarto. Sobre la mesa del comedor ella ha dejado las hojas desplegadas de la facturación que debe entregar mañana en el despacho. Desde hace algunos meses el trabajo la ha invadido. Además de la casa y los pequeños, debe vérselas con una agencia de contabilidad que le pone sobre los lomos una cantidad enorme y diaria de papeles. Por eso ni en su casa se salva: allí están las carpetas, la calculadora, los clips. Acá, en la cocina, un cerro idéntico de quehaceres la aguarda. Angelina recuerda que hay ropa por lavar; prepara la máquina. Se asoma al cuarto de lavado y ve que se equivocó: que el cerro de trapos sucios no es un cerro, sino una montaña. Ni modo. Llena la lavadora de agua, echa el detergente y le arroja el primer puño de prendas. Llaman por teléfono. Un sujeto desconocido busca a Brad. Ella le contesta que no ha llegado. Cuelga. Los niños piden cena. Los papeles del comedor amenazan con desvelarla y la lavadora ya comenzó a batir su hélice. Angelina está a punto de tronar, pero qué puede hacer. En eso entra Brad y a leguas se le ve en el rostro un rojizo alegre. Huele a trago. Dice buenas noches, sonriente, cínico. Angelina no le responde nada; apechuga. Brad insiste con su saludo impertinente. Angelina le reclama entonces, le echa en cara el mal ejemplo que da, el olvido de sus responsabilidades. Salen a relucir dos o tres insultos. Brad la empuja; Angelina llora. Brad advierte, pese a su estado, que hizo mal. Ella toma fuerza y le grita que se largue. Brad, sin más, da la espalda y camina hacia su moto. Esta noche no le importará dormir en la playa. Antes, pasa a la tienda por una gran tanda de cervezas.
Y lo mismo, pero a ras de suelo:
Angelina ya no sabe qué hacer. Sus niños tienen hambre y el refri ha quedado vacío desde ayer. Brad prometió traer algo, pero no ha aparecido. Angelina, sentada, abatida en una sillita, oye un tema country melancólico, está a punto de estallar y arremeter contra sus hijos, que gritan y riñen en la habitación cercanísima. Pasa el tiempo, pero como si no pasara, pues Angelina no se mueve del mismo lugar y la canción que oye parece la misma desde hace horas. Llega Brad. Lo primero que hace es sonreír como imbécil. Angelina le reclama de inmediato, lo insulta y le pregunta cualquier mierda. Brad se defiende primero con insultos, pero pronto pasa a los golpes. Los niños ven la escena, y lloran. Brad la patea, escupe al lado y se da la vuelta. Nada qué hacer. Sube a su motocicleta y se larga. Toma rumbo hacia la playa. Se estaciona y allí encuentra, más borrachos que él, a dos desconocidos tristones que le convidan whisky y cervezas.