jueves, octubre 01, 2009

Montaña de Magda Madero



Para empezar, lo evidente: Arno y los ojos de Rea, novela de Magda Madero que presentamos esta noche, es el emprendimiento narrativo de mayores dimensiones en la historia de la literatura lagunera. Tal vez me equivoco, pero entre todo lo que he visto publicado de autores nacidos a la vera del Nazas nada como la nueva obra de Magda, libro poblado con 485 páginas a renglón ceñido, caja amplia y tipografía no precisamente grande. Es, por ello, un trabajo descomunal, la más ambiciosa tentativa lagunera por atrapar y reconstruir un mundo a partir de la palabra.
Me detengo en la dimensión porque nunca ha dejado de ser cierto el presupuesto valor de las novelas con el rasgo ostensible de la monumentalidad. Claro que no lo es todo ni debe ser considerado el aspecto más importante de la calidad novelística, pero es cierto que todo trabajo de esta complexión conlleva, de entrada, un propósito abarcador que en el músico sería sinfónico o muralístico en el pintor. Son, pues, palabras mayores, labor que en el artista implica una renuncia a la vida cotidiana para luego ensimismarse en otra inventada, en esa vida literaria que con decenas de personajes y de peripecias busca imitar las infinitos pliegues de la existencia humana.
Por eso, cuando Magda Madero me acercó el legajo de Arno y los ojos de Rea pensé en el debate que sigue librándose entre los promotores de una literatura con tendencia al minimalismo y otra con inclinaciones más bien catedralicias. En lo personal, no ha dejado de asombrarme que pese a los tiempos que vivimos, el prestigio de la novela por antonomasia, que es necesariamente grande, sigue vigente. Uno podría suponer que entre las cientos de ocupaciones que nos impone la vida cotidiana ya no queda rendija para colar la lectura de obras con alto tonelaje de cuartillas. Tendemos entonces a pensar lo contrario: si la era que atravesamos está congestionada de quehaceres y preocupaciones, nada como rapar las historias, nada como ofrecerlas al lector en envases aerodinámicos, eso para evitar a los usuarios el pujido de una lectura difícil por prolongada. De ahí que escritores como el argentino César Aira, verbigracia, publique frecuentes novelas con el sello recurrente y legítimo de la brevedad.
Junto a esos autores (el mencionado César Aira, el chileno Luis Sepúlveda, el mexicano Mario Bellatín, por citar tres casos ejemplares) decididamente contenidos y a los cuales bastan cien páginas para dibujar historias bien peinadas, otros prosiguen la adicción a la novela de aspecto decimonónico, esa novela que hace algunas décadas era calificada como “total” o “río”, y que se afirmaba, como su adjetivo lo insinúa, empresa de la imaginación con aspiraciones envolventes, totalizadoras, río de pecho ancho que arrastra un universo de acciones y personajes en sus impetuosas aguas.
La autora de Arno y los ojos de Rea, Magda Madero Gámez, ha adherido a la escuela de la novela-río. Madero es narradora, poeta y ensayista. Nació en Torreón, Coahuila. Estudió Filosofía en la Universidad de Monterrey (UDEM). Es autora de la novela Una taza sobre la mesa, de los poemarios Efémera y Sueños insomnes, del libro de cuentos Desafío de sombras. Su obra aparece también en los colectivos Condominio de poetas (poesía), Enseñanza superior (cuentos), Sueños de la Laguna. Ensayos de 12 autores, y Poema, analogía e iconicidad (ensayos). Más obra suya se encuentra en las revistas Estepa del Nazas, Acequias y Siglo Nuevo. Su cuento “Isidora” obtuvo la mención de honor en el Premio Nacional de cuento “Agustín Monsreal” 1998. También, hace poco aportó un texto a Coral para Enriqueta Ochoa, colectivo lagunero que sirvió para homenajear a la autora de Retorno de Electra.
Pasada la pesada sorpresa inicial, la del tamaño, Arno y los ojos de Rea nos confirma su valor en el plano del contenido. En efecto y como era previsible, un mundo de fantasmas habita esta casa de papel. Como los novelistas del siglo XIX, Magda Madero construye una demografía que torna necesariamente difícil, o imposible, cualquier intento de resumen. ¿De qué trata? Sin exagerar, de tantos temas que, podemos decirlo así, trata de todo. Conviven aquí, movidos por los personajes que sirven de palanca, el amor, la solidaridad, el vacío, la incertidumbre, la desolación, la pobreza, la esperanza, el tiempo, el dolor, todos esas pasiones y esos entes de razón que jamás dejarán de ser humanos, demasiado humanos.
Más allá de los momentos anecdóticos o de los abundantes diálogos que confieren a la novela un clima de inmediatez doméstica, Arno y los ojos de Rea detiene al lector en muchísimos momentos para proponerle una lectura de la vida que no es necesariamente la más habitual. En la realidad, ¿cuándo y cuánto nos preguntamos qué es esto, la vida, o qué significa, o hacia dónde avanza? Las páginas modeladas por Magda atraviesan incisivamente esas preguntas y tratan de responderlas en la forma un tanto elíptica que tiene la narrativa para arar los surcos del pensamiento.
Durante el trayecto, o más bien durante la ascendente travesía que es esta montaña de palabras, vemos a través de Magda, que es casi como ver a través de Arno Moctezuma fumando pensativamente en su estudio, detrás de las persianas plegables, tras los gritos de los niños que juegan futbol en la calle, casi frente a los ojos de Rea, el desfile de la existencia. El mismo Arno, que escribe, reflexiona sobre sus cuartillas y uno piensa que el resultado de su encierro es algo muy cercano a lo que vamos leyendo.
Por ello, y no por otra razón, la novela indaga en los recursos que la narrativa tiene para atrapar, con su red, el minucioso y complejo entrecruzamiento de la múltiple existencia humana. La pregunta que palpita debajo de los renglones aflora en aquellos momentos en los que Arno transita por el mundo y todo lo que ve se convierte en potencial arcilla para modelar lo que escribe. Así procede el inventor de historias, el narrador: todo es materia prima, todo es elevado a la calidad de problema por resolver cuando es trasladado de la realidad al papel. En este sentido, Arno y los ojos de Rea conlleva una especie de sutil tratado sobre el arte de narrar, sobre el permanente inventario del mundo que se arma en la cabeza de quien ha decidido abandonarse a los demonios de la creación novelística.
El objetivo de Magda, si es que podemos pensar en un objetivo de Magda, casi como si aquilatáramos utilitariamente su propósito, es sobrevolado en las páginas finales, y es allí donde advertimos que hemos estado navegando sobre una novela que se mira en el espejo. Es un espejo construido por la autora para que con innumerables vueltas de tuerca veamos lo que ve un novelista; también lo es en tanto reflejo de un protagonista que piensa y repiensa los mecanismos de su oficio, el de escribir como náufrago de su propia incertidumbre.
Al final, con un estilo que jamás renuncia a su empeño por dotar de bellas imágenes lo que sucede en cada página, el fruto de Magda Madero no es fruto menor: una novela que articula un mundo aledaño al mundo, un planeta de letras situado en La Laguna y donde hasta el autor de esta tímida aproximación aparece caminando por allí. Si a la escritura, que no es poco decir, sumamos la labor de editar, corregir, diseñar y vigilar la impresión, podemos concluir que Magda Madero nos ha demostrado una pasión, la misma que abraza Arno: su inconmensurable fe en el arte como detonador del mejoramiento humano.
o
Nota del editor: Texto leído el jueves 1 de octubre a las ocho de la noche, en la Biblioteca Municipal José García de Letona de la Alameda Zaragoza, en Torreón; la novela fue presentada por Angélica López Gándara, Rosa Gámez, la autora y yo.