miércoles, octubre 07, 2009

Gracias a la Negra



No es poco lo que puede hacer el canto para comunicar emociones y posturas ante la vida. Eso logró Mercedes Sosa: comunicar emociones y posturas con una voz profunda, bien timbrada, tupida de matices. En una profesión ampliamente dominada por hombres, la Negra supo instalar su arte como uno de los más representativos del folclor latinoamericano, como la maternal voz de la tierra, como sonido del viento americano impregnado de selva y cordillera, de pampa y desierto. Su voz, para decirlo sin rodeos, fue una especie de suma, de resumen: era la voz de los cinco siglos que cuenta el mestizaje americano, la voz de la Pachamama hablando en español, la voz de la madre tierra.
Intérprete de las mejores canciones amonedadas por el folclor latinoamericano, particularmente del argentino, Mercedes Sosa añadió su sangre a cada letra. Tanto fue así que ahora hay piezas que asociamos a su respiración, como “Gracias a la vida”, “Alfonsina y el mar”, “Como la cigarra”, “Todo cambia”, “Luna tucumana” o “Sólo le pido a dios”, canciones que pasaron de ser canciones a convertirse en emblemas de un continente espiritual, el de la América nuestra que hoy las canta con la memoria puesta en la pausa y la tesitura que les imprimió la Negra nacida el 9 de julio de 1935 en Tucumán.
Mercedes Sosa fundó en su patria un movimiento llamado del Nuevo Cancionero. Junto a otros artistas impulsó con la fuerte calidez de su voz un canto que además de la belleza lírica tenía, tiene todavía, una fuerza poética que buscó escapar de los candados impuestos por la canción para el consumo mercantil sin mayores malicias literarias. No compuso, pero desde muy joven aprovechó sus facultades interpretativas para imprimir un sello personalísimo a los temas que pasaban por su garganta. Cantantes y compositores de su patria y de varias ajenas advirtieron de inmediato que aquella joven tenía la peculiaridad de cuadrar cualquier letra en su honda respiración. La sumatoria de todos esos factores (buenas letras, arreglos excepcionales y una voz inconfundible) hicieron la labor de encumbrarla poco a poco, sostenidamente, desde hace cuatro décadas, desde aquel 1965 en el que participó (invitada por Jorge Cafrune, otro grande del folclor) en el Festival de Cosquín, el más importante encuentro de artistas dedicados al canto latinoamericano. A partir de ese momento todo fue ascenso en la carrera de Mercedes Sosa.
Dada la inclinación de su arte, la Negra fue víctima, como miles de argentinos, de la barbarie diseminada por los militares durante el gorilato que duró del 76 al 83 en la Argentina. Lejos de amilanarse, la cantora siguió en las mismas, se quedó en su patria y padeció luego la censura y el exilio. En París y en Madrid, después en el mundo, su voz se convirtió en santo y seña de un país azotado por la violencia, un país que al despertar de la pesadilla castrense la recibió ya afirmada como la (con o sin artículo femenino singular) máxima representante de la canción con fundamento.
Pocos en el mundo pueden soñar en una partida como la de Mercedes Sosa. Luego de la muerte suelen saltar los enemigos, los detractores, los malquerientes. El caso de la Negra asombra y conmueve: se ha ido con reconocimiento unánime, con aplausos cerrados a su obra en un país, la Argentina, especialmente polémico y discutidor de todo cuanto es ventilado en los espacios públicos. Como le pasó a Roberto Fontanarrosa (su tocayo de apodo), la cantora acabo sus días y de inmediato se volcó en su tumba el tributo de una nación que aprendió a verla como lo que fue: la figura más importante del canto genuinamente popular, aquel que se vincula a la tierra y es vehículo de emociones que calan en los huesos, que mueven a pensar y echan raíces duraderas. Como se ha dicho de otros pocos, su arte no muere con su muerte. Antes bien sigue vivo y avanzando. Desde el 4 de octubre pasado, por ello, la Negra Sosa cada día canta mejor.