jueves, julio 23, 2009

Mar en mi memoria



Si analizamos el mapa mexicano podemos advertir que se abre como un cono seminclinado. La parte más ancha y central, compartida por Chihuahua y Coahuila, casi está deshabitada. Por allí aparecen Ojinaga, Piedras Negras, Ciudad Acuña y otras ciudades relativamente pequeñas. Algo más abajo se ubica La Laguna, justo en el ombligo del norte. Si nos ponemos exigentes, hay otras dos o tres ciudades mexicanas más o menos importantes que están más lejos del mar que las de nuestra comarca. Pese a eso, los laguneros, por estar ubicados en el centro del norte, es decir, en una de las secciones más anchas del país, tenemos un permanente anhelo de mar y hay muchos coterráneos que se van de la vida sin conocerlo.
Hace poco, por ejemplo, un amigo de treinta años me dijo que no conocía el mar. No sé si eso provoca asombro en otros, pero a mí me parece injusto. En otras palabras, no acepto fácilmente que haya adultos ajenos de por vida a la fascinación de los océanos. Es quizá una fijación marítima que no logro sacudirme, es La isla del tesoro y Robinson Crusoe que en sus versiones literaria y fílmica me gustaron tanto y nunca me abandonan del todo, menos cuando vuelvo a ver la inmensidad de las aguas en las que uno se sabe o se presiente insignificante, finito frente al incesante movimiento de las olas.
Vi por primera vez el mar a los catorce años, esto en 1978. Estaba en la secundaria federal Ricardo Flores Magón, de Lerdo, cuando el profe Gámez organizó un viaje de “estudios”. Esos recorridos eran un verdadero desmadre, pero siempre les llamábamos de “estudios” seguramente como coartada para conseguir fácil el permiso de los padres y salir en paz. Viajamos en el camión de la secundaria, un bus que ya para entonces parecía destartalado. Supongo que uno se acomoda mejor y sufre menos cuando es joven, pues no tengo un solo recuerdo tortuoso del recorrido. Es seguro que los asientos eran incómodos, que el camión andaba a vuelta de rueda, que no tenía aire acondicionado ni nada de eso, pero de todos modos no retengo malestares que sin duda hoy sofocarían mi ánimo de emprender una aventura así de precaria. Viajamos por la ruta de Tampico, donde llegamos al puerto que me pareció inmenso y feo. Luego seguimos hacia el sur, entramos al estado de Veracruz y en un punto equis nos detuvimos. Fue allí donde el profe Gámez nos anunció una parada: era la ciudad de Tecolutla. Todos nos apuramos para colocarnos trajes de baño o shorts y como desaforados, sin saber nada de mar, corrimos a la playa. Allí toqué aguas saladas por primera vez. Sin freno, todos toreábamos olas, nos dejábamos revolcar por ellas y no es por presumir, pero gracias a mi entrenamiento en tajos, albercas (la Alejandra, la Konabay…) y Raymundo pude internarme un poco más allá de lo prudente, en ese punto en el que la vista puede ver el agua al ras, como en un plano. Si alguna vez he hecho algo mínimamente heroico, tal acto se dio en aquel momento. Un compañero del salón, a quien por cierto me he topado con frecuencia y recuerda el suceso tanto como yo, se internó a las aguas con igual confianza, por su lado. Ignoraba que el mar es traicionero (disculpen el manoseadísimo adjetivo), que quien no le sabe el truco puede morir ahogado a la primera incursión. Así le iba a pasar: confianzudo, se fue alejando de la playa, empujado hacia adentro por las olas de rebote. Cuando menos lo pensó, el pobre ya no tenía piso, arena bajo sus pies, y comenzó a flotar. Creyó que regresaría sólo con eso, sin moverse. Pero lo que resultó fue lo contrario: el mar lo metía más al mar, aunque suene extraño. Allí comenzó a gritar. Yo era el único que andaba cerca, y como pude me acerqué. Vi que estaba horrorizado, así que le indiqué que esperara la crecida y tratara de nadar de a poco en poco hacia la playa. Pasados cuatro o cinco intentos, pudo tocar suelo y caminar hacia la orilla. Fueron dos o tres minutos de pavor, pero mi indicación le sirvió. El mar me recibió pues con esta anécdota. Cómo olvidarlo pues, cómo dejar de respetarlo.