viernes, junio 12, 2009

(S)obras públicas



Este país estará bien cuando los hijos de los funcionarios públicos de más o menos buen nivel para arriba usen las carreteras públicas, las escuelas públicas, los parques públicos, las instalaciones deportivas públicas, los hospitales públicos, lo espacios culturales públicos, los centros vacacionales públicos y, por supuesto, las guarderías públicas. Mientras tanto, la obra pública edificada para los mexicanos es de octava, improvisada, de mala calidad y diseñada en muchas ocasiones con las patrullas, digna de la pelusa (pensarán) que usará edificios y demandará servicios sin merecerlos realmente, pues todo ciudadano es para el poder un simple votante, un animal electoral, no un ser humano.
Desde que recuerdo, vivimos condenados a, si la hay, infraestructura pública pichicatera y fea. Por eso, cuando uno nace o se instala en la clase media repelera decide de inmediato escapar para siempre de los beneficios que nos da el gobierno. Del clasemediero en adelante, todos huyen de la obra pública y recurren a los servicios privados, esos servicios un poco más decorosos y donde es posible reclamar deficiencias. Llega un momento en el que, pese a los impuestos pagados religiosa, sistemáticamente, el clasemediero luchón ya no usa nada o casi nada de lo que nuestro gobierno amablemente arroja, como al suelo unas migajas, como las sobras de un plato. Así, viajamos por carreteras de cuota, nos compramos un segurito de gastos médicos, contratamos con un club social (“llévame a Sani, mamá”), inscribimos a los chamacos en un cole, los llevamos a clases vespertinas exclusivas, residimos en algo que no huela a ratonera de Infonavit y si de guardería se trata, pues una estancia infantil privada es lo mejor. La razón es simple: todo o casi todo lo que edifica el Estado para la perrada nostra es escaso, queda chico, no funciona bien y al final sólo sirve para que nuestra briosa raza de bailadores de jarabe sienta que la atienden.
Por eso, aunque el hecho fue desgarrador, nada me asombra que la guardería ABC de Hermosillo consistiera básicamente, desde el punto de vista arquitectónico, en una megacaja de galletas Marías, en un bodegón infame en el que ni siquiera luciría un taller de enderezado y pintura. En esos edificios cuchos, improvisados e informes hay un mensaje del Estado a la ciudadanía: esto es lo que el populamen se merece, y si no le gusta, no hay remedio: que chingue a su madre. Haga el lector, porfa, un esfuerzo por recordar algún sitio con infraestructura pública que no lo haya deprimido. Aseguro que el esfuerzo será mínimo, pues abundan esas instalaciones sin zonas verdes, mal planeadas, sin el menor sentido de la funcionalidad y la estética, verdaderos homenajes al atole con el dedo. Los niños y los padres que asistían a la guardería ABC no tenían más alternativa, unos por pequeños, otros por pobres. El caso es que ese espacio, aunque no le hubiera pasado nada, era en sí mismo, como tantos y tantos, indigno de seres humanos que, pese a sus limitaciones económicas, merecen algo mucho mejor.
En otra oportunidad quisiera hablar sobre este mismo tema en relación a una conferencia de Sergio Fajardo Valderrama, ex alcalde de Medellín y ahora aspirante a la presidencia de Colombia. No adelanto mucho, sólo que ante una realidad pavorosa de marginación y violencia puso en marcha un plan para abatir de manera honda y nada demagógica los índices más negros de la realidad medellinense. Por hoy sólo comento, con rápida simplicidad, que Fajardo y sus asesores construyeron grandes edificaciones públicas (escuelas, centros culturales, hospitales) en zonas marginales de Medellín. Pensaron ofrecer un servicio del Estado, sí, pero también levantar la autoestima de la gente, hacerla sentir con derecho a lugares hermosos. Muchos espacios públicos de México, como la guardería ABC, son deprimentes y ahora comprobadamente peligrosos. (S)obras públicas, en suma.