miércoles, junio 03, 2009

La caída de los signos



La caída de los signos
Prólogo a De la escritura a la evidencia: siete historias (pseudo)policiales
de Fernando Fabio Sánchez

Por Ignacio Corona
The Ohio State University
corona.7@osu.edu
http://people.cohums.ohio-state.edu/corona7/

Escribir sobre el crimen en ámbitos en que la burla de toda certeza e indagatoria legal parece ser la norma constituye no solo un ejercicio crítico sino, tal vez, catártico. Ello adquiere mayor importancia en sociedades en franca crisis o que experimentan accidentados procesos de transición. Sociedades que podrían caracterizarse por una galopante cultura de la ansiedad, a juzgar por la identificación de la inseguridad como la principal preocupación ciudadana en encuestas y otros instrumentos de opinión pública; o en las que apenas uno de cada diez crímenes es sometido a debido proceso judicial y el o los culpables castigados; o en las que los despojos de mujeres jóvenes se descubren en parajes desérticos como si, al igual que la arena y las piedras, formaran parte del árido ecosistema; o en que las evidencias de los inefables “ajustes de cuentas” regularmente amanecen entre la basura de calles o lotes baldíos; o en las que poderes al parecer mejor armados y adiestrados que las fuerzas de seguridad desafían a voluntad los aparatos de seguridad y las redes de protección del Estado. Por más que la escritura sobre el crimen se abstraiga de tales realidades o solo represente un fantasioso divertimento para el escritor “serio” –como algunos autores lo han señalado-, es difícil no interpretarla en relación a la experiencia colectiva en que se inscribe, tanto en el ámbito de la escritura informativa, como en el de la ficción literaria, en especial de la literatura policíaca.
Por contraparte, si nos enfocamos en los destinatarios de tal literatura, bien se podría inquirir sobre lo que éstos buscan en ella. Puede que sea el goce de una violencia permitida en que se sublime la agresividad o la confección de crímenes simbolizados; tal vez la solución analógica de casos que, con demasiada frecuencia, quedan sin resolver en la realidad; o el incremento del desasosiego personal a veces rayano en el masoquismo; o la estimulación de la violencia mimética sino es que el morbo, aunque para ello reinen supremos los medios audiovisuales; o, por el contrario, la pretensión de familiarización con relatos de crímenes en una especie de conjuro de la sensibilidad, aunque para ello existan muchas otras opciones de escapismo y cultivo del ocio. No obstante, los ejemplos más acabados de literatura policíaca, en sus diversas acepciones y estilos, sugieren una clave de otro tipo, la cual comparte con la supuesta literatura “con mayúscula”: una oferta epistemológica. Es decir, se acude también a ella aspirando crear un sentido de algunos de los aspectos más oscuros y perturbadores de la realidad psicológica y social. Aspectos que si bien parecen representar un rebase de la cultura o el germen de su destrucción, al mismo tiempo resultan inherentes a ésta pues –a menos que los etólogos nos desdigan- el crimen solo puede definirse como un fenómeno humano. Es cierto que en la práctica del género hay anchas avenidas hacia el escapismo y no escasean elementos que, sino resultan francamente reaccionarios, reafirman de forma acrítica todo tipo de prejuicios y actitudes sexistas, clasistas y racistas. Empero, hay también un buen número de obras que cuestionan en el lector anquilosados esquemas éticos, cognitivos, sociales y culturales. En tales casos, la narrativa policíaca constituye un instrumento de sondeo de la realidad social, cultural y política y, para ello, no requiere de prescindir de fórmulas establecidas o revolucionar por necesidad el género.

Cuente el texto policíaco con un detective como protagonista central o no, el crimen o el delito siempre aparece de forma prominente y, por ello, constituye, en realidad, su elemento definitorio. Si bien, dicho crimen no deja de asociarse con lugares físicos comunes, mayormente cerrados o marginales, o de adscribirse a ciertos ámbitos sociales que metafóricamente corresponden a los llamados sótanos de la sociedad, otro rasgo de la mejor literatura policíaca es el de hacer visible, además de la violencia física, los contextos de violencia social en que aquélla se genera. Tal hecho de hacer visible lo invisible pone en juego no solo el propio acto de la violencia, su móvil y sus medios, sino que evidencia los mecanismos identificatorios por los cuales una víctima llega a ser tal. Según lo ha visto Josefina Ludmer en su estudio de la literatura argentina, el cuerpo del delito es aquél en que coinciden las razones del Estado y las de la cultura: “solo puede constituirse el corpus delicti (cuerpo de la evidencia) cuando se le considera una unidad de ficción desde la perspectiva del estado y, a su vez, desde el interior de la cultura”.1 Razones culturales y políticas se entremezclan, entonces, en la asunción de la evidencia en el discurso literario. De ahí también, la importancia de éste con respecto a la comprensión del crimen, pues conforma un terreno idóneo para detectar cierto tipo de condiciones sociales y capturar las tensiones que operan en contextos de alta violencia social.
La colección de historias “De la escritura a la evidencia: siete historias (pseudo)policiales” de Fernando Fabio Sánchez emerge apelando a algunos de los contextos sociales antes mencionados. Su propuesta narrativa ofrece un escenario para la creación de significados y la reflexión del crimen en la sociedad contemporánea. En tramas urdidas en espacios no tradicionales para el género se encuentran alusiones y referencias textuales a un inventario actual de la nota roja: los feminicidios, el tráfico de órganos, el narcotráfico, los asesinatos de ancianos, los vídeos snuff, etc. Pero no por ello se trata de un libro que atosigue al lector mediante la denuncia o el peso de la factualidad de las microhistorias que pululan en los medios. Al viabilizarse la narrativa a través de una “estructura de convergencia”, las “siete historias (pseudopoliciales)” que componen el libro se encaminan hacia un dispositivo de solución narrativa que, en ciertos aspectos, recuerda los modelos empleados por Tomás Rivera en …y no se lo tragó la tierra o el propio Carlos Fuentes en La frontera de cristal, aunque ninguna de éstas aborde la temática policíaca. En dicha estructura las historias, en un primer término independientes entre sí, terminan adquiriendo una cierta organicidad por la recurrencia autorial a una subjetividad articuladora que, en ocasiones, permanece en el anonimato. No así en “De la escritura a la evidencia…”, la cual nos presenta en ese rol a un personaje excéntrico y fascinante, Orlando Lipatín, el cual suma varios arquetipos detectivescos y otros de “sabuesos” accidentales, siendo a la vez distinto de todos. En efecto, no es el típico detective entrenado en el arte de la supervivencia y el encuentro con las “fuerzas del mal”, sino que su visión de la realidad y capacidad deductiva las ha moldeado y ejercitado —como moderno Quijote— a través de la lectura. Se trata de un profesor de literatura retirado al servicio de las “fuerzas del orden”. El autor coloca a un especialista en crítica literaria y en la hermenéutica de los textos, es decir, en la interpretación de los signos, a desentrañar los casos que la policía no logra a través de sus métodos legales de investigación ni ilegales de “extracción de la verdad”. Asimismo, les hace un guiño a los lectores al otorgarle a las humanidades un nuevo papel en el ámbito de la procuración de justicia, pues Lipatín propone que los agentes se sometan a métodos alternos de agudización de su intelecto y capacidades deductivas por medio de la lectura de obras literarias y sesiones de estudio dirigidas por él. En el fondo, tal propuesta conlleva el sometimiento de la fuerza a la razón, con el agregado de humanizar en el proceso a sujetos que, muchas veces, se esfuerzan por obrar en sentido contrario. Más aún, implica interpretar la realidad a través de la ficción. La ubicación física de Lipatín en el centro del país, desde donde reflexiona sobre eventos ocurridos en lugares distantes (i.e. en la frontera norte o en la península yucateca), constituye un solapado recordatorio del centralismo político y del punto neurálgico de la procuración de justicia. Tal centralización complementa los efectos corrosivos de los desplazamientos geográficos y las migraciones sobre las identidades, a lo cual se alude en varios de los relatos.
De la escritura a la evidencia… es una obra de búsqueda en el más amplio y multivalente sentido del concepto. Por una parte, busca su acomodo entre las genealogías del policial a partir de la reconocida presencia de Edgar Allan Poe, entre otros, a lo largo del libro. En términos de expresividad, se evidencia una preferencia por la intelectualización de la materia narrativa —es, asimismo, notable su homenaje a Jorge Luis Borges—. La prosa exhibe una gran voluntad de estilo, encontrándose salpicada por ricos giros poéticos, algo nada común en la narrativa tradicional del género. Más aún, las historias abrevan de fuentes más amplias y antiguas que las de la literatura policiaca. Así, el lector se encontrará estimulado a reconocer pistas —la figura de Lilith, por ejemplo, cuya sombra atraviesa culturas e idiomas desde su más remota aparición en la cultura mesopotámica—, tramas, lugares comunes para, a fin de cuentas, aceptar el juego intelectual que el autor hace con tales elementos, como un sagaz ajedrecista que mueve sus piezas plenamente consciente del valor de cada una de ellas y su ventaja posicional. Y aunque los elementos sean reconocibles, su combinatoria y los desenlaces de cada una de las tramas están lejos de ser formulaicos, como si se aplicara una desconstrucción derridiana a las fórmulas clásicas del policial. Por añadidura, propone una cierta inversión en momentos claves de su narrativa: la escritura antecede o explica el status de lo evidente.
En términos de representación, dicha búsqueda ausculta universos relacionales y rituales crípticos que se vislumbran en los flashazos del crimen en el desborde de las fuerzas cohesivas de la cultura. Así, literatura y detección se funden entonces en una propuesta del mayor interés. La analogía es productiva, como en el mencionado caso de Lipatín.
El libro busca entonces leer tras las imágenes y los objetos, los signos de una realidad no aparente. Por sus páginas transitan personajes simbólicos (vgr. John Wayne y Elisa Valenzuela), cuya aspiración no es tanto la de representar la verosimilitud, cuanto una idea: la naturaleza del doble, la introspección, la despersonalización, la duplicidad, el interjuego de identidades, la inestabilidad psicológica, la rebelión del inconsciente, etc. No es casual que la relación entre escritura y evidencia que el título sugiere viabilice un abordaje hermenéutico en que también los objetos representan más que la mera realidad de su contexto funcional. Hay en esto, sobre todo, una búsqueda semiótica tras los signos que permitan capturar el sentido más profundo de la realidad. Las fotografías, no son la evidencia más inequívoca de ésta, sino tal vez su forma más sutil de engaño. Asimismo, los mensajes y los signos son mensajes de alguien para alguien más. Las identidades tras dichas autorías son, así, otro motivo de búsqueda. En esa búsqueda semiótica desfilan objetos que los conocedores del género reconocerán: la brújula, las cartas, los libros y poemas codificados, los cuchillos, todos ellos esconden claves y misterios, acertijos. Es decir, son signos de una realidad no aparente pero fundamental en el caos del mundo. Como los objetos en el sueño para el psicoanálisis, tales objetos asociados a los crímenes y a las pistas de los criminales en la pesadilla de la realidad cotidiana son igualmente proclives a interpretación. Los objetos en su función simbólica comunican y puede que el crimen mismo también esté estructurado como un lenguaje. Por ello, el detective, en ese sentido hermenéutico, es como el analista en busca de lo no aparente tras el mensaje cifrado. Representa la perspectiva racionalista tratando de abarcar el mundo a través de esquemas explicativos y causales, incluidos los mundos interiores y las pesadillas.

De la escritura a la evidencia…, empero, no abriga mayores optimismos en ese sentido. No parece reafirmar que los signos, a fin de cuentas, sean tales ni que lo que simbolizan pueda ser, en última instancia, comunicable. Los relatos nos acercan, de esa manera gradual, al precipicio, que no es el de la inestabilidad de los signos, rebeldes a sujeciones impositivas de un orden, sino en un sentido mucho más dramático, puesto que el anuncio de una caída es inminente. No en vano la escena final nos presenta a un apesadumbrado Lipatín en la cúspide del más alto edificio de la ciudad, desde donde se contempla el entorno urbano —escenario de crímenes, pero también de vida y comunicación social— y se sospecha la posibilidad de una caída. En su desánimo y derrota, acepta la multiplicidad de sentidos incapturables en un orden dado y, con ello, la imposible exégesis de los símbolos personales. Ahí, en el fracaso de la investigación que cerraría seis asesinatos, se simboliza una caída más que figurativa: la de los signos. Y con ella, la de las pistas, los rastros, las evidencias y las certidumbres. No será interés del autor promover una asociación literal con la realidad extratextual pero, en el fondo, tal claudicación del sentido y de la perspectiva racionalista no resulta muy diferente de la hoja de servicios actual de muchas procuradurías de justicia a lo largo y ancho de aquellas sociedades a que hacíamos referencia al principio. Ahora bien, como lectores que hemos apenas conocido a Lipatín, esperamos que esta derrota personal no sea definitiva y nos lo volvamos a encontrar una vez más en el futuro, pues no solo sus nuevos discípulos en la corporación policíaca tienen mucho que aprenderle.

1 Josefina Ludmer, “The Corpus Delicti”, The Places of History. Regionalism Revisited in Latin America. Ed. Doris Sommer (Durham and London: Duke University Press, 1999) 12.