sábado, mayo 30, 2009

Pobre padrecito Alberto



¿A quién se le ocurre vivir en Miami y ser cura? Es como no comer en una semana y entrar a una lonchería llena de mixtos y de triples, o como no dormir en varios días y visitar una fábrica de hamacas. No hay derecho, chatos. Así que, claro, se veía venir que el padre Alberto, sin remedio, procedería tarde o temprano al arremangue de su sotana para cumplir el más antiguo rito que celebran el hombre y la mujer (o la pareja, para no excluir otro tipo de encontronazos un poco menos ortodoxos).
Las fotos de un paparazzi fueron publicadas, se sabe, en una revista de chismes. En ellas fue posible ver que el padre Alberto se revuelca de lo lindo con una chica; ambos retozan en la playa y se nota que el pecado no los hace precisamente infelices. Luego se supo que la chamaca se llama Ruhama y es, o fue, devota feligresa de la capilla donde su galán, el padre Alberto, enunciaba sermones de la montaña.
Tras la publicación de las fotos vino el escándalo. Programas de investigación periodística tan acreditados como el de Cristina Saralegui fueron foros ideales para ventilar no los sermones, sino los secretos en la montaña que guardaba el padrecito supuestamente chilesuelto. Muchas mujeres se reportaron como felices víctimas del semental con alzacuello, pero él, hostigado por la prensa miamense, acusado por índices flamígeros, aseguró que Ruhana era la única chica que había sido depositaria de sus impetuosos licores seminales. El colmo del escándalo llegó cuando las malas lenguas hicieron caminar la especie de que el padre Alberto le había dado para comprar chicles nada más ni nada menos que a Paty Manterola, lo cual, al parecer, resultó más falso que la santidad de Marcial Maciel.
Tras el tiroteo, el padre Alberto señaló que, para mitigar la pena, dedicaría algunas semanas al retiro espiritual y la oración. Pero los acusadores no han cejado y señalan que se retiró espiritualmente no para orar, sino para acercarse carnalmente, de nuevo, a su apetitosa novia y pasearse con ella por Los Ángeles. Al final, el padre Alberto fue separado de sus funciones sacerdotales como cura católico, lo que devino ruptura con esa institución. Hoy, el padre Alberto valió cracas y tuvo que cambiar de burocracia; fue recibido por la iglesia episcopal, que según esto es más liberal y sí permite el casamiento de sus sacerdotes.
Más allá del caso, que por cierto es ideal para el cotilleo de la vomitiva tele miamense, el padre Alberto y sus calenturas han puesto sobre el tapete, otra vez, la necesidad de debatir a profundidad, en el seno de las iglesias, la obligación de la castidad y el celibato y la coherencia que tiene hoy esa medida. Para unos, es medieval; para otros, es una de las pruebas más firmes de la auténtica vocación sacerdotal. Sea lo que fuere, atrevo una opinión de ciudadano común alejado de todas las iglesias habidas y por haber.
El voto de castidad era, digamos, menos torturante hasta cierta época de la historia humana. Antes, los curas se las veían seguramente negras para sobrellevar esa pesada carga, para tolerar las cosquillas que provoca el gusanito del apetito carnal, pero por suerte no había cine, no había revistas, no había televisión, no había internet, y gracias a eso era pobre la presencia de la cochina tentación. La sociedad, al pasar del paradigma, digamos, imaginario al paradigma icónico, diseminó y disemina todos los días, por todos los medios, como productos de consumo, cuerpos de hombres y mujeres hermosos (para mí, hermosas sólo ellas) en todas las situaciones posibles, solos o entreverados (Miami, vale decir, es una capital mundial de la voluptuosidad y el placer). Ante eso, es más fácil que las resistencias se venzan, de ahí que la castidad sea, hoy sí, una prueba de fuego bien canija. Por ello, pobre padrecito Alberto: tan lejos de dios y tan cerca de Miami Beach.