miércoles, marzo 11, 2009

Ley de salarios cínicos



Si la presidencia era imperial, justo era también que sus achichincles lo fueran. No había límites, pues, para que toda la estructura (gobernadores, alcaldes, secretarios, subsecretarios, asesores, directores, técnicos, aviadores, subaviadores, asesores de los aviadores) se despachara con el cucharón frijolero. Eso en cuanto a los salarios, que de todos modos han sido tradicionalmente lo de menos. Ya puestos en el sitio donde hay, lo común era, es, tomar, hacer de lo ajeno algo propio, convertir el espacio público en patrimonio privado, individual o de grupo. Durante décadas, lo normal en México ha sido establecer sueldos como mejor le parece al jefe de algún coto. El presidente municipal los fija a su antojo, el gobernador igual, y en las dependencias son los propios funcionarios quienes determinan cuánto van a ganar (ellos mismos), lo que en este país ha garantizado una antimedianía juarista en la que nadie se sacrifica para servir de oquis a la patria. Por eso es un caos. Un alcalde que gobierna a cincuenta mil ciudadanos puede ganar lo mismo que el presidente de la república, o un gobernador embuchacarse lo mismo que un primer ministro europeo. En Torreón se dio el caso de Alatorre Dressel en Simas, quien alguna vez ganó más que Ronaldinho en el Barcelona.
La pregunta es simple: ¿cuánto debe ganar un funcionario público? Por falta de radicalismo hemos dejado que una punta de patanes se pague lo que guste. Aceptamos como normal que los sueldos en la función pública de cierto nivel sean altos, y así sigue adelante ese viejo problema que engulle millones y millones del presupuesto anual del país. Para empezar, los sueldos en el sector público creo que nunca deben estar por encima de los que ofrece el sector privado. Por simple sentido común, ya que un ciudadano bien nacido, un dizque servidor al país, no puede aceptar que la patria “a la que sirve” le esté sirviendo a él. Así el abarrote, un alcalde no debería ganar más de cuarenta mil pesos, por decir. Claro que gobernar Guadalajara no es lo mismo que gobernar Lerdo, pero la diferencia salarial no debe ser muy notoria, dado que para gobernar Guadalajara hay una estructura de colaboradores ideal para gobernar Guadalajara, así que el alcalde de ese municipio no puede hacerle al mártir.
Si aceptamos que con cuarenta mil pesos un alcalde está mejor que bien pagado (y si no le gusta ese salario entonces para qué tanta demagogia relacionada con su pasión por servir), un gobernador no debe ganar más de sesenta mil. Un diputado local, treinta. Uno federal, 35 o cuarenta. Un senador, 45. Un secretario de estado, 55 o sesenta. Un secretario estatal, 30. El presidente de la república, unos 70 u 80. Claro que estoy tirando números un poco a lo que me da la inspiración, cifras con las que sé que puede vivir holgadamente, aunque sin lujos desorbitados, una familia de cuatro miembros. Pero qué ocurre: estamos tan acostumbrados a imaginar que los funcionarios vivan como reyes, con sueldazos y prestaciones de toda índole, que nos parece ridículo imaginar al secretario o al alcalde en un Tsuru, con sus hijos en una escuela pública o en una privada aunque modesta, con una casa mona y pequeña en vez de esas mansiones de telenovela que suelen comprarse con el dinero de las arcas públicas. Estamos acostumbrados a imaginar eso, cierto, pero es una anomalía, no lo que la lógica y la moral pueden recomendar.
Hace unas semanas los consejeros del IFE quisieron dobletearse el sueldazo, pero ni en este país de cínicos pudo pasar incólume su desvergonzada iniciativa. Ahora nos enteramos de que los ministros de la SCJN se la pasan cachetonamente con prestaciones que son una mentada de madre al águila de la bandera, pero todo sigue igual: en la anarquía, en el desorden, hasta el comisariado ejidal de Lechuguillas puede establecer el salario que mejor convenga al desempeño de su alta misión nacionalista.