lunes, febrero 02, 2009

Otro alcoholímetro



Ella publica en El Diario de Chihuahua, en Espacio 4 de Saltillo y en la web Expresión Hispana, y, como es demasiado, a veces le pierdo la huella. Por cercanía y admiración, siempre quiero citarla, pero lo olvido con la rutina. Hoy sí, con toda impunidad. La pertinencia de su texto lo amerita. Es de Renata Chapa (“Alcoholímetro espiritual”). Va un fragmento:
Qué huecas pueden sonar las palabras de un adulto que aconseja no emborracharse a un joven. Qué largo, larguísmo, parece ser el trecho que divide ambos discursos. Las que se suponen son figuras de autoridad quedan cada vez más diluidas ante los ojos incrédulos o sarcásticos de los muchachos. Y ellos, a través de nuestra mirada, son menos descifrables y más arrojados en ciertas conductas; quizá se sienten menos satisfechos y más aceptados en determinados contextos. Es bien sabido que la brecha generacional provoca precisamente diferencias discursivas. Los años caminados acentúan las discrepancias. Pero vale la pena destacar que, en el caso del consumo del alcohol, como en otras prácticas, parece que el objetivo es pasar la raya: por mucho, por sistema y sin distingo de género.
¿Dónde está el gusto, el placer, la satisfacción, el regocijo, el embelesamiento de una borrachera? ¿De dónde viene esa necesidad de consumir alcohol? ¿Qué es lo que gana un joven al alcoholizarse? ¿Dónde está el plus de una francachela pese a la cruda, al dinero gastado o los riesgos que puede correr quien se embriaga? ¿Estatus, aceptación, extroversión, valentía, poder, desahogo? ¿Quienes beben buscan que algo les duela menos? ¿O necesitan una sintonía mental distinta para enfrentar el enajenante estrés de nuestro tiempo? Ante la ausencia de estímulos externos e internos que motiven, ¿es la bebida la respuesta? ¿Perder el sentido es de lo que en realidad se trata?
Todo parece indicar que las miserias del entorno —evidentes en partidos políticos, escuelas, iglesias, familias, medios de comunicación, relaciones interpersonales, líderes de opinión, poderes fácticos— son eludibles siempre y cuando vayan copas de por medio. Las necesarias para establecer el puente que garantice transitar de lo patético a lo (se supone) sublime: beber alcohol.
Son muchas las áreas del conocimiento que, por siglos, han ofrecido interpretaciones a la relación que guarda el ser humano con el alcohol. Desde las veneraciones precortesianas a los más de 54 dioses del pulque hasta el escape a depresiones colectivas derivadas del estilo de vida impuesto por la modernidad, el consumo de alcohol ha sido objeto de estudio de cualquier cantidad de investigadores. Sin embargo, parece que en términos de difusión de los datos o del abordaje del problema, algo se perdió en el camino en términos de prevención.
Pese a los miles de estudios que arrojan luz sobre lo perjudicial que resulta el consumo de alcohol, el efecto visible, en el día a día, revela a una juventud cada vez más anclada a esta práctica. Beber sin límite es la tabla de salvación a la que muchos (entre los 11 y 27 años, en rango promedio) están literalmente aferrados. Asusta imaginar la reacción que tendrían al no contar con ella. Y esto es parte crucial del patetismo en esta historia donde unos, pese a su potencial físico e intelectual, están atados con nudo ciego al alcohol y otros eluden, “hacen como que no ven”, permiten la continuidad de la práctica.
En este, como en tantos dilemas sociales, la información seguirá siendo eficaz alternativa. Es necesario insistir en la difusión de interpretaciones valiosas que pueden ser útiles, en un principio, para generar la reflexión. Discutir el tema —y no evadirlo— es un sano comienzo.