domingo, enero 25, 2009

Villaurrutia para Castañón



No olvidaré jamás la conferencia que en noviembre de 2008 dio en Torreón el maestro Adolfo Castañón sobre Manuel José Othón. Para seguir con las rimas en “ón”, no olvido aquella charla por su erudición y, además, por culpa de un avión. Efectivamente, al final de la conferencia recibí una llamada en el celular: un amigo me informaba que el avión en el que viajaba Juan Camilo Mouriño se desplomó en la Ciudad de México. Todos, creo, solemos asociar ese tipo de noticias con el lugar en el que nos encontrábamos, y cuando ocurrió aquel accidente (o lo que haya sido) yo estaba en el Museo Arocena como anfitrión del maestro Castañón, quien dictó cátedra sobre el poeta potosino.
Todavía desconcertado por la noticia, fui a cenar con el visitante, quien con curiosidad me preguntó si era cierto que la gente en La Laguna había aplaudido la llegada del agua al lecho del río Nazas. Le dije que sí, lo que le pareció memorable. Tuve la suerte de conversar un rato con él, de enterarme de sus proyectos, de su trabajo en la Academia Mexicana de la Lengua y de sus entrevistas a científicos para el canal de la UNAM. Con gran generosidad me regaló como cinco de sus libros, y cuando nos despedimos quiso que yo también le diera algunas de mis publicaciones. En general, nunca enjareto ninguna de mis (s)obras a nuestros visitantes, pues la mayoría viven sobreocupados con lecturas y escrituras inagotables y no tendrían demasiado tiempo para consumir lo de uno. Con el tiempo he comprendido que es de mejor gusto no regalarles eso a menos que lo pidan. Como tal fue el caso, le di tres o cuatro títulos y quedamos en escribirnos por mail.
No puedo presumir su amistad, sin embargo; a lo mucho digo que nos conocemos y que logramos cruzar algunas palabras amistosas, como ésas que le envié hace una semana, cuando supe que recién había ganado el premio Xavier Villaurrutia. Me contestó con agradecimiento. Días antes, al enterarse de que hace años entrevisté vía telefónica a Juan Goytisolo, me mandó un ensayo sobre el narrador español. Me gusta el registro siempre culto de sus textos, un estilo que empata con su personalidad: Castañón es un escritor que trabaja sin aspavientos, que lee, escribe y publica al margen de los temas que atraen reflectores. La suya es una labor callada, constante, minuciosa. El Villaurrutia premia, pues, muchos años de esfuerzo, y lo hace en un momento en el que las capacidades del maestro Castañón están en plenitud, en ardua cosecha editorial.
Comparto mi alegría por ese premio y de paso un fragmento del ensayo que me envió (“El éxodo de aquí y allá de Juan Goytisolo”), donde se nota claro lo que afirmo: “No es ésta la primera vez que Juan Goytisolo viene a México ni este acto el único en que ha participado aquí. Vino por primera vez —como ha contado él mismo el pasado martes 18— a principios de 1962, invitado por Miguel Barbachano y ahí conoció a la mayoría de sus amigos mexicanos como Carlos Fuentes. Yo recuerdo el viaje que hizo a nuestra ciudad en 1974, en compañía de Monique Lange, editora de Gallimard y primera traductora al francés de Juan Rulfo, para participar como jurado en el concurso de ‘Primera Novela’ convocado por el FCE. Además sé que su nombre, santo y seña ha estado presente en nuestras letras. Goytisolo fue durante aquellos años por efecto del franquismo ‘editorialmente mexicano’ y ciudadano de nuestras letras a través de la amistad y de las palabras de Octavio Paz y Carlos Fuentes quien incluyó un capítulo sobre él en su libro-manifiesto, La nueva novela hispanoamericana, ‘Juan Goytisolo: la lengua común’. En México se publicó en 1966 la novela Señas de identidad, en 1969 la re-edición de La isla, en 1970 Reivindicación del Conde don Julián y en 1976 la misma editorial Joaquín Mortiz el libro de Linda Gould Levine, La destrucción creadora. Publicó textos y ensayos en Plural y Vuelta de Octavio Paz y en 2002 se le concedió en México el ‘Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo’ que le entregó nuestra amiga Marie José Paz. Goytisolo no sólo era en su origen editorialmente mexicano. Existe entre su obra y la materia y forma de la expresión americana y mexicana una red de vasos comunicantes, en el tono, en la furia, en el deseo de innovación tanto como en la audacia creadora. Volví a encontrar personalmente a Goytisolo en esa ocasión, pero, a diferencia del primer encuentro fugaz y como de reojo de 1974 ya había tenido tiempo de leer algunos de sus libros —gracias a los préstamos de Danubio Torres Fierro— y conocer su mundo y trasmundo. Por eso el paseo que hicimos por el zócalo la mañana del jueves de corpus de aquel 2002 fue el espacio singular en que, a ritmo lento y moroso, y como de casualidad, nació, junto con una viva simpatía, el proyecto de armar una antología de su obra ensayística para lectores mexicanos y americanos, al compás de la caminata que tuvo el efecto de desdoblar la plancha de nuestra plaza mayor y poner virtualmente sobre ella otra, a la par real e imaginaria, a la par profusa y gobernada por un orden secreto, la de la plaza de Marraquesh cuya bóveda inmaterial y vertiginosa describen las páginas de la novela Makbara. Sus palabras me llevaron a pensar y sentir que esos dos espacios son como los polos subterráneos que sostienen el mundo hispánico. Durante aquel paseo noté cómo Juan Goytisolo no camina sino que parece flotar en el espacio como si fuese un efrit de las Mil y una noches, como que anda con los ojos muy abiertos y atentos pero a la vez dando cada paso con una rara conciencia sonámbula de los pasos que lo aventuran al mismo tiempo en otros reinos, en otras ciudades imaginarias. Mezcla de cálculo y distracción, de serenidad y disponibilidad. Goytisolo en resumen parecía conocer el Zócalo mejor que yo, y estar más y mejor en su aire y en su compás. Nos tomamos una foto muy kitsch con sombrero charro, sarape, paisaje apócrifo y junto a un caballito de madera como el ‘Clavileño’ de Don Quijote”.