sábado, noviembre 01, 2008

Remembranza del chiquero



Dos años y cacho hace que pasó la elección del 2006. Desde entonces, lejos de reblandecer, se ha fortalecido mi percepción de que aquello fue una inmensa porquería. Ahora bien: ¿con qué armas cuenta un ciudadano de a pie para comprobar lo que percibió en aquel momento? Como la fe, esa certeza pasa por la más precaria subjetividad, por lo que cada quien notó mientras ocurría lo que ocurrió hasta llegar al fatídico 2 de julio y lo que aconteció poco después. Ni en aquellos días ni en estos, ni los escépticos ni los seguros pueden demostrar fehacientemente lo que pasó en realidad, pues las elecciones fueron tan enturbiadas por casi todos los actores que los resultados terminaron siendo un vómito informe. En el embrutecimiento que produce el ruido, cada quién creyó lo suyo: unos que ganó Calderón, otros que ganó AMLO, pero el hecho irrecusable es que ninguno pudo demostrar, como quien cuenta cien naranjas, que en realidad la suma daba cien naranjas, irrecusablemente.
Pese a las filias y a las fobias personales, no creo haber torcido, en el sentido brasileño de la palabra, por el Peje. Digamos que pude simpatizar más con esa izquierda que con los ofrecimientos del PAN, del PRI y de los otros partidos, pero eso no me ciega. Lo reitero: el Peje en sí mismo me parece un luchador social carismático, voluntarista, sin alta formación académica y honesto hasta donde lo puede ser un político de su nivel, es decir, algo elusivo con sus verdades íntimas, contemporizador en aquellos temas (el aborto, la legalización de las drogas, la eutanasia, la fe religiosa, el respeto a las minorías sexuales, el trato que dará a los empresarios y al clero, etcétera) que pueden causar polémica y pérdida grave de simpatizantes.
No soy como el amigo aquel, medio masoquista, que decía apoyar siempre a los equipos débiles porque apostar por los grandes era lo más fácil del mundo. La Coalición por el Bien de Todos iba fuerte, así que el argumento de la simpatía por debilidad no era aplicable en aquel caso. Sin depositar ninguna simpatía, pero sí respeto por su proyecto o por su carismático líder, vi que la concentración de baterías en su contra maculó las elecciones con marrullerías de toda ralea. Ya no las repito, sólo resalto que el medio punto porcentual de diferencia para el triunfo hubiera sido incontestable en un cómputo de naranjas visibles para todos: Calderón: 46.5 naranjas; AMLO: 46 naranjas. Pero no fue así. Se trató de un proceso enmarañado, atravesado por irregularidades de todos colores y tamaños, y una de ellas, no la menos grave, por cierto, fue el cucharón que metió a la sopa el empresariado mexicano patrocinador de espots tramposos. Fox también se hizo presente: si estuvo, como todos vimos, moliendo y desaforando como loco, ¿quién puede asegurar que a la hora buena no metió las manos a la masa? ¿Y la grabación sobre el trabajo mapache de Elba Esther Gordillo? ¿Y el acto fallido de Ugalde en la noche del 2 de julio? ¿Y el padrón del cuñado Hildebrando? ¿Y la granizada periodística que parecía, de tan armónica, una sinfonía wagneriana en contra de un solo candidato? ¿Y, y, y…?
Aquello fue un chiquero y ahora tenemos un presidente flechado por las dudas. Quienes digan lo contrario tienen que negar demasiado: negar la participación del CCE, negar que Fox metió las pezuñas, negar las grabaciones de la Gordillo, negar los tartamudeos de Ugalde, negar que el cuñado Zavala estuvo inmerso en el manejo del padrón, negar el coro mediático, negar y negar y negar, sólo negar para defender lo indefendible.

Terminal
En nuestra gustada sección “Primero lo primero”, va: Primero Carlos Fuentes dice “diferiencia”, “accesar” y afirma que el “Gernika” es la mejor acuarela de Frida Kahlo y luego Felipe Calderón acepta que su gobierno es ilegítimo.