jueves, noviembre 06, 2008

Crónica de mi 4-11



En el ajetreo de la chamba adicional a ésta se me fue el martes sin periódicos ni televisión. Como (casi literalmente) todo el mundo, esperaba que la noticia de ocho para el miércoles fuera la de Obama ganador, apabullante, en las elecciones gringas, pero como su triunfo estaba cantado no me preocupé lo suficiente por echar un ojo a las webs que ofrecen información fresca por minuto. En la tarde puse mi atención en dos pendientes caseros y revisé con escrúpulo las calaveras del concurso convocado desde esta tribuna. A las cuatro me desentendí de Ruta Norte, mandé la columnita dos horas antes de mi cierre y pasé a concentrarme en la conferencia que dictó Adolfo Castañón en el auditorio del Museo Arocena. Mi compromiso era presentarlo y moderar durante la sesión de preguntas. Escribí pues algunos parrafitos que con pocos pincelazos delinearan el perfil literario de Castañón: “Hace poco más de diez años tuve la suerte de presentar La batalla perdurable (a veces prosa) (1996), libro misceláneo, de varia invención, escrito con mano cuidadosa para el detalle, perfeccionista en grado extremo. Ya tenía noticias sobre su autor, por supuesto, pero en aquella ocasión tuve la oportunidad de conocerlo y conversar con él. Aquella presentación me confirmó que Adolfo Castañón, a quien me estoy refiriendo en estas líneas, era un escritor con todas las letras. Y digo bisémicamente ‘con todas las letras’ para aprovechar el lugar común y, de paso, para resaltar el gusto a erudición que dejan sus ensayos, como si este crítico y poeta mexicano tuviera en el puño todo lo bueno, o muchísimo de lo bueno que se ha escrito en tantas literaturas. En la mejor tradición de Montaigne, a quien ha escudriñado con lupa, Castañón es un octópodo de la lectura. Pocos escritores como él, que en México podrían ser etiquetados sin falsedad como montaigianos, es decir, como lectores esenciales que escriben no para aleccionar o persuadir, sino para hacernos ver que el viaje de la lectura fue lo placentero y digno de ser compartido, no tanto el aterrizaje en las conclusiones obtenidas tras el acto de leer. En la mejor escuela de Cuesta, Paz y Reyes, Castañón se ha afirmado como ensayista cálido, apegado a la voluntad de escribir demasiado bien. Lejos de él está la crítica gélida, austera y algo mecánica que asumen los círculos académicos, de ahí que sus ensayos, sin perder rigor y observación aguda, le ofrecen al interesado una cuantiosa suma de placeres, empezando por los estilísticos”.
Castañón disertó sosegada, erudita, amenamente sobre la obra de Manuel José Othón, poeta potosino que, como sabemos, vivió algunos años en La Laguna y es considerado un clásico mexicano. La conferencia comenzó a las 7 pm y duró poco más de hora y media. Fue un placer oír tantas palabras de elogio y bien documentadas sobre el autor del “Idilio salvaje”, una especie de homenaje tardío en recuerdo del centenario de su muerte, que malamente pasó casi inadvertido en nuestra región durante el 2006.
Poco después de que la conferencia terminó y ya en el brindis, reparé en el resultado de las elecciones norteamericanas. Supuse que Obama ya tendría amarrado el triunfo. Fue en ese momento cuando Rosy Gordillo me comunicó algo extraño: la escuché borrosamente, como si me hablara desde muy lejos: “Murió Mouriño en un avionazo”. Eran cerca de las nueve de la noche. Poco a poco, varios asistentes a la conferencia me confirmaron la noticia. En sus celulares no faltaron las llamadas. “Era un helicóptero”; “Fue en el Paseo de la Reforma”. La información era confusa, y poco a poco fue aclarándose. Luego de una cena con el maestro Castañón, el internet y los noticieros me precisaron algunos detalles. Pese a eso, la información sigue siendo vaporosa, inasible.